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Vie. Mar 29th, 2024

Al otro lado de la orilla

Gabriel Urbina«No tomes un atajo, siempre nos perdemos». Esta frase al comienzo de la fabulosa película de animación El viaje de Chihiro me llamó la atención. Me pareció divertida, simple y profunda al mismo tiempo. Una idea paradójica, como la vida, porque esos atajos que a menudo aparecen en nuestro camino acaban convirtiéndose en intrincados laberintos en los que fácilmente acabamos perdidos, atrapados. Con la felicidad o la alegría pasa algo parecido. Son viajes que no suelen admitir atajos, y que sólo muestran sus mejores paisajes cuando has saboreado la frustración, el desengaño y el dolor, cuando decides caminar lento, hacer parte del camino en solitario y subir con esfuerzo allí donde se ve lo que hay al otro lado de la orilla.

Hemos oído y leído muchas veces que resulta fácil perderse por los caminos de la desesperanza y la tristeza, sucumbir a los cantos de sirena que resuenan en los acantilados solitarios y oscuros. Nos advierten de este peligro desde pequeños y, de forma instintiva, tratamos de alejarnos de esos senderos peligrosos que pueden desembocar en una depresión. Lo que no suelen decirnos es que desterrar de nuestro mundo cualquier atisbo de tristeza y frustración, tomar el atajo de la alegría clonada, evitar a cualquier precio la soledad y la reflexión, puede llevarnos al mismo destino: un enrevesado laberinto del que no resulta fácil escapar.

¿Recuerdan el soma que imaginara Aldous Huxley en Un mundo feliz (Brave New World), esa novela sorprendente y siempre actual? Era la droga de la felicidad, accesible y cotidiana, y parecía no tener efectos secundarios. Sin embargo, a largo plazo, producía el peor de los efectos: creaba dependencia y dejaba insensible a todo el que la tomaba, que terminaba siendo incapaz de reconocer cualquier sensacion o color diferente a los de aquel sucedáneo artificial de la alegría. Algo similar ocurre con las redes sociales en la era de la comunicación. Estos micromundos producen un reflejo que nos impide ver el otro lado de la orilla y nos devuelve, a cambio, una imagen distorsionada de la realidad, simplificando al máximo los trazos de una felicidad que parece fácil de alcanzar, desde cualquier lugar, a cualquier hora. Una felicidad sin esfuerzo, deformada, de usar y tirar. Se trata básicamente de la misma idea: de mantenernos dormidos, de hipnotizarnos con nuestra propia sonrisa.

En las redes sociales todo se consume de un modo voraz y sin pausa, de forma automática. Mientras nuestra atención pasa rápidamente de una imagen a otra, de un vídeo al siguiente, ansiando nuevos estímulos, vamos aprendiendo una forma de vivir y sentir que huye de las miradas lentas, de la frustración tragada a sorbos amargos y solitarios, de las palabras cercanas que necesitamos recordar constantemente: somos breves, mortales, frágiles y pequeños. Tenemos la posibilidad de convertir nuestro paso por la vida en un camino repleto de matices o tomar atajos. Y, precisamente por eso, la vida es grande, dura y luminosa, temporal y eterna.

En esa comparación constante –inconsciente o voluntaria– que nos permite la tecnología, podemos caer fácilmente en el error de sentir que nuestra vida, comparada con las del resto, no es tan perfecta, ni plena, ni alegre. Como respuesta, reforzamos una imagen de felicidad que proteja nuestra autoestima, eliminando todos los colores que no encajen en ese paisaje monocromo de la felicidad impuesta. Sin embargo, cuanto más nos esforzamos por sonreír, más intensa parece la sonrisa del resto cada vez que nos miramos en el espejo deformado de las redes sociales.

Recuerdo la eterna canción de Khaled en la que Aïcha responde a su pretendiente que los barrotes, aunque sean de oro, siguen siendo barrotes. Así, el laberinto de la felicidad prefabricada no deja de ser un laberinto, una trampa. Nos devuelve a cada paso nuestra propia sonrisa a cambio de que no pensemos, de que no sintamos soledad, ni tristeza, de que nunca leamos con pausa la letra pequeña, el texto largo. Si rechazamos a nuestro paso todo lo que significa frustración y esfuerzo, tristeza y sacrificio, dolor y pérdida, ¿cómo podemos apreciar las emociones contrarias? En un camino tan personal y subjetivo como el de construir nuestra propia felicidad, repleto de trampas y desvíos, tengo que recordarme a menudo que hay pendientes que no debo evitar si realmente quiero ver los colores que duermen al otro lado de la orilla. Y entonces, cuando pienso que no merece la pena tanto esfuerzo y miro agotado hacia uno de los muchos atajos, resuenan en mí las palabras con las que comienza El viaje de Chihiro: «No tomes un atajo, siempre nos perdemos».

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