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Sáb. Abr 20th, 2024

Detrás de una bandera

Gabriel UrbinaSobre el referéndum catalán ya se han pronunciado personalidades de la talla de Joan Manuel Serrat, Manolo García o Eduardo Mendoza, cada uno aportando mesura desde posiciones y matices diferentes, por lo que considero más interesante aprender de sus reflexiones y argumentos que seguir vociferando como esos hooligans enfurecidos que estos meses parecen disfrutar de una capacidad de reproducción sorprendente.

Yo quiero centrarme en la bandera, ese símbolo que en este tiempo inunda páginas y pantallas y del que se van adueñando, sin pudor, en un bando y en otro, políticos corruptos y salvapatrias que sacan pecho cuando no tienen nada mejor que mostrar. Me avergüenza tanto observar a un niño de unos cinco años envuelto en una estelada en Cataluña como ver a una masa de energúmenos ondeando banderas y berreando consignas como «¡a por ellos!» o «son pocos y cobardes» en Huelva. Las dos imágenes muestran, en mi opinión, el origen de este cáncer indómito que no deja de extenderse, imposibilitando un diálogo necesario y cediendo el espacio a los sentimientos exaltados, al adoctrinamiento y a la guerra de banderas.

Vivimos rodeados de símbolos. Desde estas palabras que escribo hasta los colores y formas de una bandera, los símbolos inundan nuestra vida y nos hacen a la vez más fuertes y vulnerables. Nos hacen fuertes porque nos unen cuando compartimos esos lugares comunes que hay detrás de una tradición, de un himno o de un color. Nos hacen débiles porque, agrupándonos en torno a ellos, nos hacemos dependientes y peleamos por imponerlos, despreciando otras formas de mirar e interpretar el mundo. Pienso que el sentimiento de pertenencia a un grupo es natural y necesario. Cuando se radicaliza, sin embargo, se vuelve maleable y peligroso,  demandando un refuerzo constante. Uno comienza sintiendo que pertenece a un pueblo totalmente diferente, y acaba considerando que pertenece a su barrio, a su calle o a su edificio, porque solo en estos encuentra los valores con los que se siente identificado. Ese sentimiento lo conocen bien aquellos que manejan la masa a su antojo, en un bando y en otro, para ganar votos o desviar su mirada.

Por nuestra particular forma de entender la vida, a menudo bipolar y maniquea, los sentimientos hacia cualquier bandera suelen ser extremos. Me hacen reír los que repiten que miremos a Francia como ejemplo de sentimiento limpio y natural hacia los símbolos nacionales, olvidando ese pequeño detalle de que aquí la gente estuvo obligada, durante cuarenta años, a imponer o repudiar una bandera, y que de esos traumas heredados no dejan de obtener rédito muchos de nuestros gobernantes. Por eso conozco a pocas personas que se sientan cómodas con la bandera española sin necesidad de mostrar su desprecio por otras, como la republicana, y a la inversa. Y por eso seguimos con el mismo dilema estúpido de siempre: o veneras una bandera o la desprecias.

A mí nunca me salieron esos sentimientos exacerbados ante ninguna bandera (y no creo que a nadie le nazcan de forma natural, sino tras un proceso de aprendizaje y posicionamiento ideológico). Cada vez que he trabajado como profesor en otro país estaba presente la bandera española, como símbolo de nuestra cultura, y siempre me he sentido muy cómodo. Nunca, sin embargo, me he fiado de aquellos que adoctrinan para exaltar o despreciar una bandera. Afortunadamente, la dictadura terminó y no permito que nadie se adueñe de ciertos símbolos ni de mi forma de sentir.

A los que incitan a venerar o repudiar una bandera, sea la catalana o la española, les diría que, detrás de ese símbolo, cada uno guarda lo que quiere, y yo no podría encontrar nunca lo que buscan ellos. Lo que representa una bandera, al menos para mí, comienza por su lengua, su cultura y su historia. Y todo eso, precisamente, es lo que muchos pisotean con su mensaje de exaltación o desprecio. Personas que no aman ni respetan una lengua (apenas saben leer y escribir la propia), que roban a su pueblo y escupen sobre su cultura, que tienen como referentes al ejército o a cualquier nacionalista revolucionario de izquierda o de derecha, pero que nunca, jamás, mencionan los míos (Ortega y Gasset, Unamuno, Menéndez Pidal, Lorca, Baroja, Eduardo Mendoza o Joan Manuel Serrat), no deberían sentirse nunca dueños de un símbolo que no les pertenece. A menudo indigna conocer los valores de aquellos que se escudan, ensuciándola, detrás de una bandera.

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