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Vie. Abr 19th, 2024

El miedo a la alegría

Gabriel UrbinaDe entre todos los miedos que desarrolla el ser humano, hay uno por el que siento especial curiosidad: el miedo a la alegría. En psicología se denomina querofobia y es, por definición, el más triste de los miedos. Aunque parezca paradójico, cada vez hay más personas a las que les produce miedo, incluso pánico, que la alegría vaya inundando sus vidas. Son personas que tratan de mantenerse en pie entre la tristeza y la felicidad, recorriendo ese estrecho sendero que las protege de cualquier sentimiento intenso. Prefieren no sentir, si eso les garantiza no perder la estabilidad ni sufrir cuando llegue el momento de la pérdida.

Hay una canción, interpretada por el brasileño Lenine y artistas como Julieta Venegas o Pedro Guerra, Miedo, que describe ese trastorno tan habitual de nuestro tiempo con un verso extraordinario: «Tienen miedo de la sombra y miedo de la luz». El miedo a perder lo que todavía no se tiene, el miedo a avanzar y quedarte atrapado, el miedo a ilusionarte y saborear, después, el amargo desengaño… En definitiva, se trata de una de esas trampas que tiende la inseguridad y que empuja a algunas personas a evitar los momentos felices por el miedo a ver desaparecer, lentamente, todo lo que da sentido a sus vidas.

Recuerdo ahora otra película fantástica de Patrice Leconte, convertida en obra de culto del cine francés, que aborda el mismo tema y que también Pedro Guerra convirtió en canción: Le mari de la coiffeuse (El marido de la peluquera). En ella, Mathilde no puede soportar la idea de perder, poco a poco, ese amor profundo que comparte con Antoine. «Tengo miedo de que algún día no quieras bailar más conmigo», le dirá Mathilde, mientras se decidía entre hacer eternos esos recuerdos felices o seguir viviendo con el miedo permanente a perderlo todo.

Se dice que el ser humano es un animal de costumbres. Se siente inseguro y vulnerable cuando pierde los hábitos y se aleja de su zona de confort. Todos nos acostumbramos fácilmente a la sensación de bienestar y tememos que llegue el momento en que, irremediablemente, tengamos que separarnos de todo aquello que nos aporta seguridad y placer. Todos tenemos miedo, en definitiva, a que la vida actúe como lo que es: cambio y evolución, pérdida y crecimiento. Amamos la vida y la tememos por igual, en un frágil equilibrio, y es fácil, si ese temor se instala en nosotros, caer al abismo y no aceptar que la vida es hermosa así, como es, con todo lo que te entrega y te quita.

Puede que ese miedo a la alegría se alimente del ritmo vertiginoso con el que hoy en día desaparece todo lo que compartimos –también es cierto que cada vez compartimos más, como estas palabras, en un mundo etéreo y virtual que escapa al tacto y al olor, a la caricia lenta del tiempo–. O tal vez ese miedo a ser feliz, sencillamente, no sea más que un simple reflejo del miedo que tenemos a morir. Lo cierto es que hay personas incapaces de aceptar que, por muy sólida que parezca la estabilidad que han construido, el tiempo acabará llevándoselo todo. «Le vent nous portera» («El viento nos llevará»), que repetía esa canción hipnótica de Noir Desir. Cada vez hay más personas que no pueden aferrarse a la vida, ni tienen la determinación que tuvo Mathilde –no sé si cobarde o valiente– para buscar el río, y se quedan sobreviviendo en ese limbo intermedio. Deciden vivir sin vivir, resignadas a la idea de que no sufrir es mejor que vivir intensamente un presente que se perderá.

Se trata de un miedo, sin duda, ligado a nuestra educación y a ese sentimiento de culpa que nos persigue desde hace siglos, haciéndonos sentir que no merecemos todo lo bueno que la vida nos regala. Disfrutar del instante, aprovechar ese pedacito de vida que tenemos hoy –y tal vez no mañana– se convierte en una tarea difícil cuando nos han enseñado a infravalorar la intuición, a evaluar meticulosamente todas las consecuencias de nuestros actos y a seguir, con una venda en el corazón, lo que dicte la razón. Pero lo cierto es que la vida está aquí, ahora, y, aunque no te promete ninguna alegría eterna, te presta muchos momentos de felicidad. Sólo te pide que aceptes que no te pertenecen y que, tarde o temprano, tendrás que devolvérselos.

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