Las crisis económicas del Antiguo Régimen son conocidas como de subsistencias, muy distintas en causas, características y consecuencias a las de las economías capitalistas. En este artículo intentamos dar algunas claves para el conocimiento de la Historia de la época moderna por sus evidentes implicaciones económicas, sociales y políticas.
Las periódicas crisis de subsistencia tienen que ver con una economía eminentemente agraria y dependiente de la combinación de las malas cosechas y el atraso tecnológico. Aunque pueden presentarse algunas variantes, las circunstancias solían ser siempre las mismas. En primer lugar, los fenómenos climáticos, como sequías, granizos o inundaciones, así como plagas de insectos (langosta), guerras y devastaciones, provocaban malas cosechas de cereal (trigo). Los sistemas de cultivo y los aperos eran atrasados y daban pocas o nulas alternativas a la caída de la oferta del trigo. Este descenso llevaba a una elevación sustancial del precio del mismo que se prolongaba o agudizaba hasta la cosecha del año siguiente. Si se repetían las malas cosechas la situación derivaba en verdadera catástrofe. Estaríamos ante una grave crisis de subsistencia, afectando a un número variable de personas, pero siempre a muchas.
El funcionamiento del mercado solía agravar la situación de crisis. La insuficiencia de reservas y el acaparamiento de las mismas en manos de unos pocos poderosos, como miembros de los estamentos privilegiados, mercaderes y tratantes de cereal, así como arrendatarios de rentas, eran fatales. El almacenamiento de trigo con fines especulativos, es decir, esperando a que los precios subieran más y más para obtener beneficios, provocaba a su vez una escalada sin freno de los mismos. En una sociedad poco dada a la inversión para mejorar la productividad, sobre todo por las cargas y rentas que soportaban las explotaciones agrarias, este mecanismo del acaparamiento suponía un medio para obtener pingües beneficios.
La subida de precios traía consigo una terrible consecuencia: el hambre, porque muchas personas no podían comprar el grano o el pan. En las ciudades el fenómeno se agravaba no sólo por las dificultades para poder acceder a algunas fuentes naturales de alimentos, sino porque la subida del precio del trigo y del pan arrastraba la de otros alimentos, productos y servicios. Muchos artesanos y comerciantes subían el precio de sus manufacturas y mercancías para intentar compensar con una elevación de ingresos los altos precios del grano. Pero como no subían tampoco al mismo nivel que el del grano los artesanos y comerciantes se arruinaban, con el consiguiente cierre de talleres y negocios, y la pérdida de puestos de trabajo. El número de mendigos se multiplicaba.
Las subidas de precios y el hambre generaban una nueva consecuencia: el aumento de la mortalidad, especialmente entre los sectores más humildes y desfavorecidos de la sociedad estamental. No era infrecuente que esta mortalidad tuviera, además, un componente epidémico. La debilidad, junto con la evidente insalubridad, especialmente en el ámbito urbano, eran dos componentes que facilitaban el desarrollo de las enfermedades contagiosas.
La crisis de subsistencias solían provocar otra consecuencia: el aumento de la tensión social, los motines. La población salía a la calle espoleada por algún hecho concreto, como la muerte de alguna persona por hambre, o un encontronazo con una autoridad en un mercado público, para demandar la bajada de su precio, produciéndose asaltos a las casas de las autoridades y, sobre todo, a los almacenes de los acaparadores. Por eso era natural que las autoridades en el Antiguo Régimen intentar prevenir estas crisis de subsistencia o paliar sus efectos. No primaban las motivaciones humanitarias, demográficas o económicas, sino las derivadas de los peligros de que se quebrase el orden público.
En consecuencia, a partir de la Baja Edad Media se establecieron y perfeccionaron distintos medios de intervención por parte del poder en relación con estas crisis de subsistencia. En primer lugar, se crearon pósitos en las ciudades donde se almacenaba el grano comprado por los concejos o municipios para venderlo en momentos de subida de precios y así intentar bajarlos. Estos pósitos también prestaban grano a los productores en buenas condiciones para evitar que la escasez de simiente provocara una futura mala cosecha. También se crearon mercados de grano para controlar y regular la venta del mismo. Una tercera medida era establecer una tasa de precios del grano, es decir, un precio oficial. En caso de emergencia se podía llegar a la incautación o adquisición forzosa de grano al precio de la tasa. Otras medidas pasaban por la prohibición de sacar trigo de un determinado territorio en crisis, o el recurso a la caridad pública o privada.
Un grave problema que tenían las autoridades se daba en las grandes ciudades donde había serias dificultades para mantener el abastecimiento del grano y los alimentos. El caso de Madrid era especialmente grave por ser la sede de la Corte y, por lo tanto, un lugar donde había que asegurar la paz social a cualquier precio. Los Concejos de las grandes ciudades comenzaron a dedicar crecientes cantidades de recursos para financiar los distintos medios, que hemos estudiado, con el fin de asegurar el abastecimiento de grano.
En todo caso, las crisis de subsistencia fueron difícilmente atajadas, y fueron constantes durante toda la época preindustrial, manteniéndose y cruzándose con otras más modernas, más capitalistas, durante todo el siglo XIX. Una de las causas era la falta de previsión pero, sobre todo, que algunas medidas de intervención podían ser nocivas. La tasa de gano, por ejemplo, podía provocar un aumento del mercado negro del grano. Los controles de abastecimiento y las prohibiciones de sacar grano de las zonas en crisis podían dificultar que llegara grano a zonas que estaban peor.
Pero la razón principal de la existencia y pervivencia de las crisis de subsistencias está en la propia estructura productiva y mercantil del Antiguo Régimen. La agricultura producía poco y a bajo rendimiento por la estructura de la propiedad, las rentas y la presión sobre los arrendatarios. Además, no había un mercado articulado, tanto por la existencia de aduanas y peajes, como por la insuficiencia de los transportes. El flujo de los cereales de una región a otra era casi inexistente y solamente se daba cuando las diferencias de precios entre unas y otras eran de tal envergadura que podían generar beneficios.