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Sáb. Abr 20th, 2024

El reloj de Caronte

Gabriel Urbina

¿Cómo será un año en la vida de Caronte? ¿Será como una hora para nosotros, los mortales? ¿Un segundo, tal vez? Dicen que el tiempo es un proceso psicológico, siempre relativo, porque depende tanto de las experiencias pasadas como del futuro que proyectamos. Si es cierto que el tiempo se acelera o se detiene en función de nuestros recuerdos y experiencias, de nuestro estado de ánimo, un año nuestro no debe ser más que un instante para el anciano barquero, ese al que nuestros antepasados imaginaron llevando las almas en una travesía infinita, en un eterno viaje de ida y vuelta que se repite como un bucle entre dos orillas: la de la muerte y la de la vida.

De los mitos no sólo me fascinan sus historias, siempre hipnóticas, sino esa capacidad indestructiblede adaptarse a los tiempos y culturas; esa belleza extraña que destilan los miedos y deseos universales, los compartidos por todos los seres humanos independientemente de la época y el lugar. Los mitos son una invitación permanente a seguir imaginando, a seguir construyendo un puzle formidable en el que piezas desgastadas de barro encajan a la perfección con otras virtuales o fabricadas en redes sociales. Por eso, aunque nos protejamos con pantallas de móviles, ropas de marca y distracciones de usar y tirar, seguiremos temiendo el rumor de esa barca desvencijada que se detendrá, cuando menos lo esperemos, delante de nosotros. 

El mayor miedo que infunde este relato atemporal es sin duda saber que tenemos el viaje reservado, aunque no sepamos el momento preciso. Caronte no avisa. Permanece en silencio, aferrado a ese remo que dirige sin error una embarcación que lleva mil y una noches (o tal vez sólo una, la más larga y oscura) surcando las aguas del olvido, entre la niebla y la ilusión de eternidad. Esa llegada repentina, inesperada, es la que nos sacude por dentro a todos los mortales desde que aprendimos lo que significa la pérdida y la despedida.

Cuando de niño descubrí a este personaje, había algo en su naturaleza que me llamaba poderosamente la atención, y que ahora, de adulto, alcanzo a comprender: no se creó para acompañar en su dolor a los que se quedaban en la orilla de los vivos, sino para escuchar en silencio las súplicas y los lamentos de los que se fueron sin despedirse, dejando atrás tantas cuentas pendientes. Nuestros antepasados lo imaginaron, como nosotros ahora, mirando entre la compasión y el desprecio a quienes dejaron atrás abrazos por dar, palabras por decir y escribir… Y es que, cuando el anciano te invita a subir, el sol se esconde para siempre. De nada sirven entonces las promesas ni los propósitos de Año Nuevo, tampoco los proyectos sin terminar o los sueños por cumplir. Se quedarán para siempre flotando en ese limbo que dibuja a su paso la estela del barquero. ¿Existe una invitación más contundente a disfrutar del momento? Porque esa barca que arrastra todo lo quedó atrapado en un condicional, en un mañana o en un tal vez, también nos recuerda que el presente y el ahora están delante de nosotros, entre tu sombra y el barquero. «Carpe diem», dirían nuestros antepasados, porque Caronte es inmortal, pero no puede elegir su camino; nosotros, mortales, sí podemos decidirlo.

Otro año se va (¿una hora, un segundo?) y entre mis deseos para este nuevo año que comienza está el de no olvidarme del anciano barquero. Ojalá no deje nunca de ser consciente de que la barca se acerca, más lenta o más rápida, inevitablemente. Ojalá siempre recuerde que hay trenes que pasan sólo una vez. Espero seguir viviendo tanto, con tanta intensidad, que apenas me queden lamentos o súplicas con las que abrumar al barquero cuando me invite a subir. Siempre habrá libros que quedarán por leer, siempre habrá puertas por las que me habría encantado pasar una vez más, pero sería bonito hacer el viaje acompañando el silencio del anciano con la sonrisa del que supo vivir su momento. Y saber que aquello que realmente importaba (hablar desde dentro, mirar a los ojos, jugar o reír, detener el tiempo frente al mar) lo hicimos más veces de las que prometimos hacerlo.

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