La Constitución de 1812 estableció en el Capítulo I de su Título VI la organización de los Ayuntamientos, junto con sus competencias y la forma de elección de sus componentes. Ningún otro texto del siglo XIX, salvo el proyecto constitucional federal de 1873, dedicó tanta atención al poder local. Las Constituciones de 1837, 1845, 1869 y 1876 plantearon que la cuestión municipal se regularía en leyes concretas, que generaron un intenso debate entre los dos partidos del liberalismo español –moderados y progresistas-, aunque no tanto en materia de competencias, como en la forma de articular la relación o vinculación entre el poder central y el local, sin olvidar la controversia sobre el sufragio.
En este artículo nos ceñiremos al estudio de las competencias que los legisladores de las Cortes de Cádiz establecieron para los consistorios españoles, rompiendo con el complejo y variado entramado institucional, competencial y jurídico de los concejos del Antiguo Régimen. Estas competencias vienen establecidas en los artículos 321 y 322 del texto constitucional.
Los Ayuntamientos españoles se encargarían de las cuestiones de salubridad de sus localidades respectivas. Las infraestructuras urbanas debían ser atendidas también por los consistorios: construcción y reparación de caminos, calzadas, puentes, cárceles y todo tipo de obras públicas, así como la conservación de sus montes y plantíos propios. También velarían en materia de orden público. Los ayuntamientos tendrían competencias educativas en el nivel de primaria, pero mucho más amplias en asuntos socio-sanitarios, si se nos permite emplear una terminología actual: hospitales, hospicios, casas de expósitos (inclusas) y todo tipo de establecimientos de beneficencia. Otro ramo de competencias, aunque un tanto vago, tendría que ver con el fomento de las actividades económicas: agricultura, industria y comercio. En este terreno es clara la influencia ilustrada en el texto.
En materia de hacienda local, fundamental para atender a las funciones asignadas, los municipios debían administrar e invertir según la legislación vigente y nombrar un depositario. En relación con la hacienda general, los Ayuntamientos se encargarían del repartimiento y recaudación de las contribuciones y de remitirlas a la tesorería respectiva.
Los Ayuntamientos serían competentes para elaborar las ordenanzas municipales, que debían ser elevadas a las Cortes para su aprobación, a través de las Diputaciones Provinciales que, tendrían, a su vez, la obligación de emitir un informe sobre dichas ordenanzas.
El artículo 322 se refería a que si se aumentasen las competencias locales y los Ayuntamientos no tuvieran financiación para atenderlas y que, en ese momento, procedían, como en el Antiguo Régimen, de sus bienes de propios, se podrían establecer otros arbitrios, pero siempre y cuando fueran aprobados por las Cortes, vía Diputación Provincial, el organismo que canalizaba, como hemos visto, la relación entre el poder local y el legislativo. El artículo 323 dejaba clara la inspección y control que las Diputaciones Provinciales debían ejercer sobre los consistorios, especialmente en materia económica.
En conclusión, aunque los municipios españoles que establecía la Constitución de 1812 tenían muchas y variadas competencias, se planteaba un claro control sobre los mismos, a través de las Diputaciones Provinciales.