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Mar. Abr 16th, 2024

El sentido del progreso

Gabriel Urbina«A veces escribo cartas / para no sentirme atado». Así comienza una de las canciones que más me gustan de ese grupo que tocó muchas veces en el concierto de mi juventud: El último de la Fila. En el título de la canción, «En los árboles», ya asoma ese mundo que a veces vamos abandonando en nombre de un progreso que no debería separarse, nunca, de aquello que nos permite respirar y seguir conectados con la vida. No, no piensen que defiendo una vida alejada de la tecnología —a mí, personalmente, me apasiona—. El correo electrónico, las redes sociales, un smartphone o un ordenador de última generación me parecen herramientas formidables, que pueden hacer nuestra vida más fácil y agradable, pero siempre y cuando, como dice la canción, no terminemos atados.

En su discurso de ingreso a la Real Academia, que tituló «El sentido del progreso en mi obra» y que se puede leer íntegro en internet, decía Miguel Delibes: «Desde que tuve la mala ocurrencia de ponerme a escribir, me ha movido una obsesión antiprogreso, no porque la máquina me parezca mala en sí, sino por el lugar en que la hemos colocado con respecto al hombre […] Pero el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la Naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica, lo hemos despojado de su esencia». El progreso pierde su sentido cuando te ata y esclaviza, o cuando se cobra, a cambio de un bienestar momentáneo, tu esencia y tus raíces.

No es fácil aceptar que la comunicación, cuando se vuelve fría y rápida, se convierte en incomunicación, o que las pantallas de móviles y ordenadores, que pueden abrirte un mundo ilimitado, se levantan a menudo como un muro que nos aíslan y limitan. Siempre me viene a la memoria una cita que apunté de uno de los primeros libros que me regalaron de pequeño, Safari en Kamanga, de Herbert Tichy. Porque hay textos que se van borrando con el tiempo y otros que, por alguna extraña razón, el propio tiempo acaba tatuándote para siempre, por dentro. Es una reflexión tan simple y directa, que la entendí de niño y me sigue doliendo de adulto. Cuando Bob, uno de los personajes, habla sobre el progreso americano y esos rayos infrarrojos que utilizan para cocinar en un par de minutos, ahorrando mucho tiempo, George le responde: «—Sí, ya lo he leído —repuso riendo George—, pero tus rayos infrarrojos no serán mejores que mi sistema. Y en cuanto al tiempo que ahorran, ¿qué hacen con él? Corren a una conferencia, se sienten personajes importantes y probablemente también un poco desgraciados».

Me encanta, como comentaba antes, disfrutar de las experiencias que nos ofrecen las nuevas tecnologías, pero también necesito saber que puedo desconectar cuando empiezo a sentirme esclavo. Sobre todo, para no olvidar que hay un mundo más allá de las pantallas y las redes sociales, un mundo que se percibe de forma más nítida cuando puedes mirarlo a los ojos, tocarlo o saborearlo lentamente, sin prisas. Estas últimas semanas, por necesidad o por placer, he vuelto a escribir algunas cartas y he vuelto a sentir algo que hacía mucho tiempo que no sentía: cómo la conexión entre lo que escribes y tu mundo interior parece mucho más intensa en esas palabras que tienen la forma exacta de tus dudas o el impulso vertiginoso de una emoción. Cuando escribo en el ordenador columnas como esta, la letra no se parece a mí, porque cualquiera puede estar detrás de una Arial, una Serif o una Times New Roman. Cuando escribo a mano, en cambio, parece que la tinta es la continuación externa de la sangre, y va dejando en el trazo una huella indeleble de mi ser.

No se trata, por tanto, de negar las enormes ventajas de las nuevas tecnologías, sino de no olvidar que, si nos descuidamos, a menudo nos separan de aquello que nos hace sentir vivos. Cuando empiezo a sentirme atado, me ayuda saber que puedo —al menos de momento— escribir una carta, dejar hablar al mar o aprender a respirar entre árboles. Ahora que tenemos televisores, ordenadores y móviles formidables, tal vez sea el momento de preocuparnos un poco más por la Naturaleza y por ese mar y esos árboles que siempre pueden desatarnos.

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