Hay lugares que no forman parte de una ciudad, sino que son la ciudad misma. El espacio que habitamos no lo forman el entramado de calles, los edificios ni las plazas. Lo forman el carácter de las personas, los espacios de encuentro y nuestros propios recuerdos. Es por eso que Cádiz, el mío, el que conocí a la edad en que se descubren las cosas se ha muerto un poco estos días.
He sentido el cierre del Horno La Gloria por la pérdida de un comercio que era un símbolo de la ciudad, por esos más de veinte empleados que si tienen suerte, y espero que la tengan, serán víctimas de la temporalidad y la precariedad que nos ha dejado las políticas de empleo del gobierno y también por que yo fui uno de esos niños que un día se colocó un delantal y un gorro para ser panadero por un día.
Conforme pasan los años los recuerdos se desvanecen y se confunden en el altillo de la memoria, pero hay algunos que resisten el paso del tiempo y vuelven de manera recurrente. Como yo debe haber miles de gaditanos desde allá donde se encuentren habrán recordado que un día salieron de una minúscula calle del barrio de Santa María con un pan y una tarta que habían hecho con sus manos. La mejor publicidad que una empresa puede hacer es impregnar los recuerdos de tantos niños que un día serán mayores, pero ni siquiera de esa manera ha conseguido salvarse. La modernidad encarnada en pan precocido y en Granieres y Panarias ha podido con la memoria. Quién iba a pensar que un concepto tan gigante como la globalización iba a caber en una calle tan insignificante.
Hoy no he podido evitar acordarme de un hijo de ese barrio de Santa María que en este año que se nos va nos regaló un tesoro en forma de copla. Y como a él en San Juan de Dios con Plocia a mi tampoco me quedan rincones. Cómo se descompone el Cádiz de mis recuerdos.