Polonia no era un Estado en el siglo XIX. Salió del Congreso de Viena completamente desmembrada y ocupada, con la única excepción de la República de Cracovia. Rusia ocupaba casi todo el territorio, pero los prusianos y austriacos también se hicieron con importantes territorios. Se trataba de una situación muy peculiar, ya que, en este caso, el nacionalismo polaco tendría que enfrentarse a tres grandes poderes y no sólo a uno, aunque el principal escollo sería el ruso.
El zar Alejandro I dispuso que Polonia fuera una parte importante del Imperio en calidad de satélite. En 1815 se establece un sistema de Carta Otorgada con un ejecutivo controlado por San Petersburgo a través de una especie de virrey, y que en este momento sería Constantino, hermano del zar. El legislativo, por su parte, sería elegido por un restringidísimo sufragio censitario para que solamente accediera una minoría supeditada a los designios establecidos por Rusia, que también controlaba las fuerzas armadas.
El nacionalismo polaco era muy activo, ya que actuaba en el seno de una sociedad harto descontenta con el poder ruso. Pero presentaba tres grandes problemas. En primer lugar, algo que ya hemos comentado, es decir, la existencia de tres potencias sobre suelo polaco; en segundo lugar, el enorme poder ruso y, por fin, una cuestión en clave interna, la diversidad de proyectos para estructurar una Polonia independiente. La alta nobleza, en torno al partido blanco, era muy conservadora y, en realidad, no pretendía la independencia sino la autonomía, temerosa de las tendencias revolucionarias liberales. El partido rojo, por su parte, integrado por la pequeña nobleza, la oficialidad del ejército y la burguesía de las profesiones liberales, era claro defensor de la independencia y del establecimiento de un régimen político liberal parlamentario.
La revolución polaca estallaría en noviembre de 1830, espoleada por el ejemplo de lo que había ocurrido en Francia al derribar a los Borbones y establecer la Monarquía constitucional de Luis Felipe de Orleáns, y por la marcha de una parte de las tropas rusas hacia Bélgica en plena revolución. Además, Francia había prometido ayuda a los polacos en su causa. La insurrección cogió de sorpresa a los rusos que se retiraron. Se estableció un gobierno provisional, presidido por Chlopicki, un antiguo general napoleónico, que en febrero de 1831 proclamó la independencia además de solicitar la ayuda de Francia. Pero los polacos no recibieron ayuda alguna, seguramente por temor al poder ruso.
San Petersburgo, en vista de que ninguna potencia liberal occidental iba a enviar tropas o ayudas a los polacos, decidió ponerse en marcha. En septiembre ya se había ocupado Varsovia, y se estableció un nuevo régimen político a través del Estatuto de 1832, además de emprender la represión del nacionalismo polaco. En este sentido, se impuso una política clara de rusificación. Se prohibió el uso del idioma polaco y su enseñanza en las escuelas. Se cerraron las universidades, por lo que las élites polacas si deseaban recibir enseñanza superior debían hacerlo en Rusia. Se impuso el cristianismo ortodoxo sobre el catolicismo polaco. El terror fue el arma para mantener el orden. En consecuencia, creció el exilio, ya que casi cinco mil polacos marcharon hacia Francia. Los polacos volverían a levantarse en 1848 y en los años sesenta, pero con el mismo nulo éxito.