Ni Ramón de Carranza ni Carranza a secas. El gaditano tiene una capacidad asombrosa para convertir en tradición inamovible cualquier cosa. La misma que tiene para enviar al baúl de los recuerdos aquello que era incuestionable hacía un rato. Pasó con las barbacoas (del Carranza), con las ninfas y pasará con el nombre del estadio (y del Trofeo). Hasta cambiar el nombre del equipo de Mirandilla a Cádiz Club de Fútbol parece que causó menos trauma que el de sustituir el de alguien que ni era de Cádiz ni era cadista.
El estadio de La Laguna lleva el nombre que lleva no por el mérito del homenajeado, sino por un claro ejercicio del poder autócrata. Su hijo, que gobernó esta ciudad durante más de veinte años, se encargó de crear la leyenda del que fuera alcalde de Cádiz en parte para honrar la memoria de su padre. También, y fundamentalmente, para apuntalar su propia legitimidad en un cargo del que solo la parca pudo desalojar. Al igual que el emperador Vespasiano puso de nombre Flavio al coliseo de Roma en honor a su propia dinastía.
Carranza no solo fue un golpista
Ramón de Carranza, don Ramón para algún admirador que todavía se sienta en el Salón de Plenos, no solo fue un golpista que participó activamente en la preparación del alzamiento, como indica José de Mora-Figueroa. También fue un cobarde. Y lo fue porque lejos de acudir al frente, como militar que era, y ponerse a las órdenes de alguno de los líderes de la revuelta aunque fuera para realizar labores de segunda línea, cogió una avioneta y se marchó a Cádiz, a la retaguardia, a una ciudad ya vencida y pacificada. Una ciudad a la que solo quedaba imponer la paz de los cementerios. Y con una buena salida al mar por si el golpe se torcía y había que poner pies en polvorosa.
Si los gaditanos, y los cadistas, no somos capaces de cumplir cuando la Historia nos lo pide e imponer la verdad, la justicia y la reparación tendremos, nosotros y los que vengan detrás, motivos para avergonzarnos.