Manuel Azaña comenzó muy pronto a ser un hombre inquieto en lo político. En su tesis doctoral sobre la responsabilidad de las multitudes, presentada en 1900, realizó una defensa del derecho de las mismas a alzar su voz para hacer demandas porque solían basarse en razones que en justicia se les debía, un aspecto harto interesante en el momento en el que las masas comenzaban a reclamar un lugar en el sistema político, además de las crecientes reivindicaciones obreras. Está claro que empezaba a defender la democratización real y no sólo aparente del sistema político de la Restauración.
En el Ateneo de Madrid se destacó en varias ocasiones por enfrentarse a la Generación del 98 y al regeneracionismo, criticando la inoperancia de ambos al no comprometerse clara y firmemente con los cambios políticos que necesitaba España. Azaña estaba planteando que había que actuar, que no bastaba con el ejercicio intelectual, ni con la denuncia de la situación. Dos años después disertó sobre la libertad de asociación en la Academia de Jurisprudencia, en la que ya planteó la necesidad de que el Estado regulase las órdenes y congregaciones religiosas, respetando siempre el derecho a la libertad de enseñanza. Pero, además, Azaña protagonizó muchos debates sobre los sistemas políticos, defendiendo que solamente eran legítimos si contaban con un alto grado aceptación. Azaña defendió profundos principios democráticos como el sufragio universal, la soberanía nacional, algo que, en realidad no existía en su época, ya que la Constitución de 1876 consagraba la compartida entre la Corona y la Nación, las instituciones verdaderamente representativas, la libertad de mercado y el derecho de asociación de los obreros. Precisamente, esta idea entroncaría con la parte más social de su ya creciente compromiso político. Nos referimos a sus relaciones con los socialistas de Alcalá de Henares en aquella época y luego en 1911 cuando impartió una conferencia en la Casa del Pueblo titulada El problema español, y donde intentaba vincular o articular la cultura con la política. Azaña quería una reforma profunda del Estado para que fuera realmente democrático, requisito imprescindible para entroncar con Europa. Esto solamente se podía hacer si los ciudadanos actuaban, conscientes de sus derechos, pero, sobre todo, de sus deberes, frente a los poderes sociales que controlaban o mediatizaban España. Sin lugar a dudas, todas estas ideas y actuaciones de Azaña planteaban claramente la imperiosa necesidad de transformar un ya obsoleto Estado liberal en otro plenamente democrático. Azaña, fiel y consecuente con lo que defendía, daría muy pronto el salto a la política, a la actuación práctica.
El año 1913 fue clave en la vida de Azaña. Por un lado, fue elegido secretario del Ateneo de Madrid en una candidatura que presidía Romanones, un cargo en el que estaría hasta 1920. Pero en ese año, sobre todo, se produjo su ingreso en la política al entrar a formar parte del Partido Reformista de Melquíades Álvarez, fundado el año anterior. El nuevo partido político nació como una formación con vocación ideológica democrática, laica y gradualista. Agrupaba a republicanos que no estaban adscritos a ningún partido concreto, profesionales liberales, muchos de ellos ligados a la Institución Libre de Enseñanza y al krausismo. Las ideas del reformismo se manifestaron en la revista España. En 1913 se publicó el “Prospecto de la Liga de la Educación Política de España”, manifiesto impulsado entre otros por Ortega y Gasset y Azaña, a favor de crear una élite que fomentase el avance del verdadero liberalismo y la democracia. Era, en realidad, un texto que apoyaba el programa del Partido Reformista.
Pero Azaña abandonó el proyecto del reformismo en 1924, como gran parte de sus más destacados líderes, al constatar que era imposible que se pudiera democratizar el sistema liberal de la Monarquía de Alfonso XIII, por lo que se hacía necesario trabajar para fundar la República, como única alternativa posible, idea que expresó en su Apelación a la República, manifiesto de 1924. Pero consideró que había que remozar el republicanismo español, criticando a los radicales de Lerroux, no siendo partidario tampoco del republicanismo más clásico, representado por un Blasco Ibáñez, por ejemplo. Y de ahí la necesidad de crear un nuevo partido, Acción Republicana. El ideario de la formación se basaba en el laicismo, el autonomismo, la reforma del Ejército, y la reforma agraria. Constituía, pues, un partido republicano progresista, de izquierda no marxista, aunque Azaña terminó por abogar por la conjunción con los socialistas y el mundo obrero en el proceso de traer la República a España.