En el seno de la Iglesia española en el momento de la llegada de los franceses existió un activo grupo de afrancesados, aunque no muy numeroso, y que merecen nuestra atención. Los eclesiásticos afrancesados españoles pertenecían a la jerarquía y, como el resto de los afrancesados, los había oportunistas y convencidos de emprender reformas. Entre los primeros destacaría un tipo de eclesiástico ávido de no perder su puesto o deseoso de que el poder político le nombrase para alguna dignidad. Pero, en realidad, parecen más interesantes para la historiografía los segundos, los que deseaban que se emprendiesen reformas en España, siguiendo la estela de la Ilustración pero, sobre todo, en el seno de la propia Iglesia. Estos eclesiásticos ilustrados defendían la abolición de la Inquisición y la limitación de las órdenes religiosas. Algunos más avanzados apostaban por el modelo eclesiástico establecido por la Revolución Francesa con la Constitución Civil del Clero, aunque la mayoría se decantaba por la versión más moderada de Napoleón que había pactado con Roma el fin de este modelo que había dividido al clero francés aunque mantenía cierto poder en manos del Estado.
Algunos de los eclesiásticos afrancesados españoles pertenecieron, como muchos de los ilustrados y afrancesados, a la francmasonería, compartiendo experiencias en las logias que se crearon con la llegada de los franceses. Muchos de los eclesiásticos afrancesados fueron tildados de jansenistas pero esta acusación es muy discutible porque no parece que defendiesen las tesis de Jansenio.
El clero afrancesado no compartía el espíritu de cruzada que el resto de la Iglesia española, especialmente los miembros el clero regular, estaba fomentando contra Napoleón y los franceses. El clero verdaderamente afrancesado compartía con el resto de los afrancesados la idea de que lo importante no era la dinastía que reinase sino cómo lo hiciese. Tenemos que tener en cuenta que muchos afrancesados estaban decepcionados con el último Borbón por paralizar las reformas ilustradas y veían en José Bonaparte un monarca interesado por los cambios sin caer en la plena revolución liberal. En este sentido, es muy significativa la opinión que el obispo Félix Amat expuso a principios de julio de 1808 en una carta pastoral en la que expresaba que era Dios quien transfería las coronas y daba “constitución o fundamento firme a los reinos”.
Entre el clero afrancesado español destacó, sin lugar a dudas, Juan Antonio Llorente, el historiador de la Inquisición, que tanta inquina generó entre el clero reaccionario y elogios en el seno del liberalismo. Llorente envió en 1808 a Napoleón un Reglamento para la Iglesia española muy significativo por lo que expresábamos sobre las ideas de estos eclesiásticos. Llorente proponía al emperador la supresión de las órdenes monacales y una reforma de la organización del clero secular en relación con la división administrativa. Sería nombrado miembro de la Junta Nacional que reconoció a José I y juró la Constitución de Bayona. Posteriormente sería nombrado Consejero de Estado para Asuntos Eclesiásticos y Caballero Comendador de la Orden Real de España en 1809. Tendría que exiliarse en Francia en 1813, para luego regresar a España en el Trienio Liberal y trabajar a favor de la reforma eclesiástica.