El Congreso de Viena y la época de la Restauración intentaron acabar con las transformaciones de la Revolución francesa y del Imperio napoleónico, pero las realidades económicas, sociales y políticas en Europa estaban impregnadas del ideario liberal y del naciente nacionalismo de los pueblos oprimidos. En este artículo estudiaremos el liberalismo.
El liberalismo político del siglo XIX es heredero directo del pensamiento de Locke, de algunas formulaciones ilustradas y está estrechamente relacionado con el liberalismo económico de Adam Smith. El liberalismo concebía la sociedad como un conjunto de individuos iguales que competían entre sí con el objetivo de satisfacer sus necesidades. La suma de las satisfacciones individuales proporcionaría la satisfacción colectiva. Los individuos poseían derechos naturales que el Estado debía reconocer y garantizar: la vida, la libertad individual, la igualdad ante la ley, la seguridad, la libertad económica y la propiedad privada.
Los liberales defendían una serie de principios. En el ámbito económico era fundamental la libertad económica en todas sus dimensiones, es decir, el “laissez-faire”: libertad de empresa, libertad de contratación, propiedad privada, etc… El mercado sería la institución que, con sus leyes de oferta y demanda, no intervenidas por el Estado, regularía las relaciones económicas. Estaríamos ante la influencia de la fisiocracia francesa, pero, especialmente, ante el triunfo de las tesis de Adam Smith.
En el ámbito social se defiende el enriquecimiento personal y la división social en función de dicho enriquecimiento, por lo que conectaban con los intereses de la burguesía frente a los estamentos privilegiados, considerados como una rémora para el progreso y del desarrollo, pero, también frente a los trabajadores por el temor que esa burguesía desarrolló hacia las revueltas sociales.
En cuestiones políticas había que diseñar un sistema que representase los intereses individuales, es decir, votado por los ciudadanos, ya fuera a través del sufragio censitario (propietarios), en la versión más moderada del liberalismo, ya a través del universal, defendido por los liberales más progresistas o avanzados, aunque ambos coincidían en no permitir la participación política de la mujer, hasta que triunfaron las tesis sufragistas en el siguiente siglo. El sistema político liberal debía, además, sustentarse en la división de poderes para evitar el absolutismo. Las constituciones recogerían los derechos y libertades reconocidos y garantizados (la parte dogmática) y diseñarían la organización de los poderes y del Estado (la parte orgánica). Estas constituciones debían ser elaboradas y aprobadas por cámaras legislativas constituyentes, aunque, también existieron las cartas otorgadas, concesiones graciosas de monarcas de la época de la Restauración, como un híbrido entre el Antiguo Régimen y el liberalismo moderado.
El liberalismo político fue una ideología revolucionaria frente al Antiguo Régimen y la monarquía absoluta, pero, a medida que fue consiguiendo destruir el viejo orden en la primera mitad del siglo XIX, se fue haciendo cada vez más moderada. Las experiencias de las revoluciones y el creciente descontento popular provocaron un intenso temor a las revueltas y la posible pérdida de poder frente a los que nada poseían. Otro factor que explica esta moderación del liberalismo tiene que ver con la resistencia de los estamentos del pasado hacia los cambios y que obligó a los liberales a pactar para conseguir estabilizar los nuevos regímenes, a través de compromisos que integrasen a la aristocracia en el sistema, por lo que algunos autores han hablado de una larga pervivencia de elementos del Antiguo Régimen en Europa hasta la Primera Guerra Mundial.
El liberalismo más moderado es conocido con el nombre de liberalismo doctrinario. Sus principales exponentes fueron Benjamin Constant en Francia y Donoso Cortés en España, entre otros autores. Este liberalismo defendía el concepto de soberanía compartida entre el monarca y el parlamento, por lo que los reyes debían tener el poder ejecutivo, nombrado los gobiernos, e interviniendo en el legislativo, controlando sus medidas potencialmente radicales y designando a algunos de sus componentes. El legislativo debía ser bicameral, de modo que la cámara alta –cuyos miembros eran seleccionados por el rey y/o tenían un escaño por derecho propio- moderase a la cámara baja, cuyos miembros sí eran elegidos. Pero solamente podrían elegir y ser elegidos los denominados ciudadanos activos, es decir, aquellos con riqueza y cultura (sufragio censitario). Este liberalismo se oponía a la democracia, es decir a la participación del pueblo en el sistema político. El pueblo sería, siempre según esta concepción política, ignorante y, además intentaría imponer sus reivindicaciones de signo igualitario en lo económico y social.
Frente a este liberalismo se situaba otro más progresista o democrático, que propugnaba la soberanía nacional, luego popular, la democracia y el sufragio universal masculino.