Los hospicios han sido instituciones donde se recogían a los niños pobres, ya fueran expósitos o huérfanos con cierta edad. Los expósitos recién nacidos entraban primero en las inclusas. En los hospicios se les daba alojamiento, manutención y algún tipo de instrucción. Pero también los hospicios podían recoger a pobres, mendigos y peregrinos.
El despotismo ilustrado tuvo una especial preocupación por la población marginada en todas sus variantes desde una óptica racionalizadora y utilitarista, más que desde la puramente caritativa, más propia de etapas anteriores, aunque se mantuviese, lógicamente, dado el gran peso de la Iglesia en esta materia hasta la Revolución Liberal. Los marginados no podían poblar las calles de las ciudades y pueblos mendigando, malviviendo o entrando en la delincuencia. En la medida de las posibilidades de cada persona había que intentar que contribuyesen al bien común, y para ello se debían emplear todos los medios posibles, incluida la coacción en determinados casos. Las autoridades ilustradas estaban verdaderamente obsesionadas con los marginados que consideraban ficticios, como los llamados vagos o con los gitanos, que, además, no tenían domicilio fijo. Había que controlarlos y ponerlos a trabajar en obras públicas, por ejemplo. En este contexto utilitarista, los expósitos recién nacidos y los huérfanos debían ser cuidados y educados también en inclusas y hospicios, tanto por razones demográficas, habida cuenta de la elevada mortalidad de los expósitos, como sociales y económicas. Esos niños y niñas debían ser útiles para sí mismos, para la sociedad y para el Estado. Los mendigos, ancianos e inválidos que no pudieran trabajar debían ser recogidos, también, en los hospicios. La mendicidad debía desaparecer de las calles; de ahí las redadas que las autoridades hacían constantemente.
Carlos III reglamentó en el año 1780 los hospicios, su construcción y régimen interno. Los establecimientos debían albergar a niños mayores de seis años, adultos y ancianos desvalidos de ambos sexos. Los niños tenían que estudiar y aprender un oficio, además de emplearse en un trabajo. En este sentido, en el Hospicio de Madrid había una escuela y se crearon talleres y fábricas textiles y de zapatos. A finales del reinado de Carlos III se calcula que había unos 88 hospicios en toda España, con una población de más de doce mil internos, más adultos que niños.
En el reinado siguiente también se legisló sobre los hospicios. La Real Cédula de 11 de diciembre de 1796 igualó los términos de hospicio y casa de misericordia de huérfanos, y distinguía estas instituciones de las inclusas o casas de expósitos. La Real Cédula de 23 de diciembre de 1802 establecía que en Madrid estaba el Hospicio de San Fernando, y que también había hospicios en las capitales de provincia. La disposición obligaba a estos establecimientos a recoger a todos los mendigos e inválidos.