La mayoría de las monarquías europeas del siglo XVIII mantuvieron el sistema absolutista configurado en el siglo anterior. Solamente, Inglaterra inició la nueva centuria con una monarquía parlamentaria. Pero el absolutismo del siglo XVIII presentó una fórmula nueva, conocida como despotismo o absolutismo ilustrado, que recogía algunos de los rasgos de la Ilustración, especialmente en la manera de gobernar y en la aplicación de una serie de reformas. Estos monarcas, deseaban, como los ilustrados, la felicidad de los súbditos, pero siguiendo la máxima de: “Todo para el pueblo pero sin el pueblo”. Los monarcas del siglo XVIII potenciaron reformas en los ámbitos económico, social, educativo y cultural a favor de sus súbditos, pero sin renunciar a ninguna de sus prerrogativas como depositarios de la soberanía y sin contar con la opinión de los gobernados. Recogieron parte del programa de los ilustrados para intentar modernizar sus estados, corregir abusos o suprimir algunos privilegios. Podemos apuntar varios rasgos comunes en la política reformista llevada a cabo por los monarcas ilustrados europeos: protección de las actividades económicas, especialmente de la agricultura y de las manufacturas, fomento de la educación y de las instituciones culturales y artísticas, subordinación de la Iglesia al Estado siguiendo los principios del regalismo, reformas administrativas y hacendísticas, realización de obras públicas y supresión de los vestigios más antiguos del feudalismo. Pero estas reformas no llegaron nunca a traspasar unos límites sagrados, ya que de hacerlo se pondría fin al sistema absolutista y a la sociedad estamental que lo sustentaba. Cuando las reformas podían resquebrajar el principio de su autoridad o trastocaban pilares fundamentales del Antiguo Régimen fueron abandonadas o ni tan siquiera tomadas en cuenta. El estallido de la Revolución Francesa provocó que casi todas las políticas ilustradas fueran frenadas por los monarcas europeos, como bien se puede estudiar en el caso español en los inicios del reinado de Carlos IV.
Entre los monarcas más destacados del despotismo ilustrado podemos citar a los siguientes: Federico II de Prusia, María Teresa y José II de Austria, Catalina de Rusia y Carlos III de España.
Los límites de las políticas reformistas que hemos apuntado estarían entre las causas del estallido de los procesos revolucionarios del último cuarto del siglo XVIII. Las monarquías fracasaron a la hora de afrontar los graves problemas socioeconómicos y políticos del momento porque no podían ni deseaban íntimamente adoptar reformas profundas. Pero, además, en algunos casos sus acciones abrieron las esclusas de la corriente revolucionaria. Cuando la monarquía francesa intentó afrontar una reforma fiscal de envergadura, agobiada por la más completa ruina económica, al proponer que los estamentos privilegiados colaborasen fiscalmente para afrontar la gravedad de la situación, provocó una fuerte reacción que, en última instancia, liberó todas las tensiones revolucionarias.
En definitiva, el despotismo ilustrado intentó adaptar la Ilustración para fortalecer el poder monárquico, pero esto suponía una contradicción, ya que esas ideas ilustradas, en último término, perseguían el fin de la monarquía absoluta y de todo el Antiguo Régimen. Cuando fracasó el despotismo esas ideas nutrieron ideológicamente a los revolucionarios, aunque con otros métodos.