Enrique Sancho (*)
Este año la decisión de mis vacaciones la tomo algo tarde, en parte porque serán en septiembre, en parte porque he tenido muchas dudas. Aunque al final me he decidido por Francia. Otra vez.
Estuve contemplando algunos otros destinos europeos que, aunque ya conozco, siempre es un placer volver. Pensé en Munich, una ciudad moderna, con corazón y una larga tradición, encantadora y distendida, inquieta pero también serena: es la capital alemana con estilo. En volver a visitar Marienplatz, su centro neurálgico y escuchar de nuevo su famoso carillón que se erige como emblema de la ciudad, al igual que la cervecería Hofbräuhaus y la iglesia Frauenkirche, y su característico campanario verde. Munich es, además, un buen punto de partida para recorrer la bella Baviera.
Pensé en la cosmopolita Bruselas, capital de Europa. Una de las ciudades que están más a la última gracias al mosaico de lenguas y culturas que allanan el camino para una vibrante escena de restauración y de vida nocturna. Volvería a visitar algunos de sus más de 80 museos, o a sentarme en una de las terrazas de la Grand Place, que tanto evoca, no siempre para bien, la presencia española. Me relamía pensando en los bombones del Sablon, en las cervezas artesanas belgas y en sus mejillones con patatas fritas…
Consideré la posibilidad de volver a la exótica Estambul y perderme por el barrio de Sultanahmet mientras disfrutaba de las visitas a la Mezquita Azul, Santa Sofía o el Palacio Topkapi, además de otras iglesias, palacios y mezquitas dignas de admirar. Hacer un pequeño crucero por el Bósforo y contemplar la ciudad desde su ángulo más bello, probar alguno de sus centenarios baños turcos para relajar cuerpo y mente, ir de compras por los 1.700 puestos del Gran Bazar y comprobar que los chiquillos que te rodean siguen recitando de memoria las alienaciones del Barça y el Madrid, incluyendo los últimos fichajes.
Pasó por mi mente regresar a Túnez o a Egipto, disfrutar de las arenas del desierto, perderme por la callejas de Sidi bu Said y tomar un té con piñones en el Café des Nattes o fumar una shisha en el Jan el-Jalili, descubrirme de admiración ante las pirámides y los tempos que bordean el Nilo o el anfiteatro de El Jem, las ruinas de Cartago o el Museo de El Bardo. Añoraba el encuentro con sus amables y charlatanas gentes y el calor de su acogida.
Y como me encanta el mundo antiguo y las viejas piedras, también pasó por mi cabeza un retorno, hoy imposible, a la columnata de Palmira en Siria y rememorar las andanzas de la reina Zenobia, una mujer que por defender los derechos de su hijo se enfrentó al imperio romano y al sasánida. O pisar de nuevo los restos de la destruida Babilonia en Irak, donde pueden encontrase entre los escombros piezas con escritura cuneiforme de hace casi 6.000 años. Pero la verdad, la zona no está ahora para arqueólogos aficionados.
Tuve alguna idea más atrevida, como volver a Nueva York y descubrir el One World Trade Center, nuevo centro que está surgiendo en el Lower Manhattan, donde estuvieron las Torres Gemelas, también conocido como «Freedom Tower», un nombre más adecuado, y que es el rascacielos más alto del hemisferio occidental y el sexto más alto del mundo, obra del arquitecto David Childs. Curiosamente, su altura es de 1.776 pies, cifra simbólica que recuerda el año de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (4 de julio de 1776).
Claro que también pensé, como tantas otras veces, aunque casi nunca lo hago, quedarme en Madrid y disfrutar, ahora con menos gente, mi zona favorita junto al Museo del Prado y el Jardín Botánico, con el Thyssen y el Reina Sofía a un paso, con la Cuesta de Moyano, junto a la estación de Atocha, donde perderse entre líneas de viejos libros…
Mucho para elegir
Vale, a pesar de las atractivas tentaciones, ya está decidido que este año me quedo en Francia, repetiré visita que añadir a las más de 70 que ya he hecho, aunque la mayoría de ellas –más de 50– han sido a su capital, pero ¿dónde? Porque las sugerencias en este país son enormes. Podría pensar en la Costa Azul, una de las regiones turísticas más apreciadas del mundo, con su capital Niza como punto de partida y segundo destino más popular de Francia. Sus atractivos son incomparables: un extraordinario emplazamiento geográfico entre el mar Mediterráneo y las montañas, a tan sólo unos kilómetros de la frontera italiana, la suavidad legendaria de su clima, su luminosidad excepcional, la diversidad de sus paisajes, sus playas de hermosos tonos azulados… Ciudad de historia, de cultura, de arte, de creación, de eventos, de ocio, de naturaleza, de sabores, con un agradable estilo de vida…
O podía subir al otro extremo, a Normandía, descubrir sus pequeños pueblitos y seguir los pasos de muchos pintores impresionistas que la descubrieron antes que yo. Gracias a sus 600 kilómetros de costas rocosas donde se alternan valles, colinas, ríos, paisajes marítimos, lugares medievales con campos de ensueño, Normandía ofrece a los artistas –y yo me considero también un poco artista– una infinidad de motivos para la inspiración: el clima cambiante con los cielos en constante movimiento por la influencia de los vientos y las mareas y su gran variedad de luces. Un tesoro para los impresionistas ávidos de impresiones fugaces. Trasladar los caballetes al aire libre fue una de las grandes revoluciones del impresionismo. Desde aquí están muy cerca Le Havre, el estuario del Sena y sus meandros hasta Villequier, donde existen pequeños pueblos y ciudades íntimamente relacionados con el movimiento impresionista, las visitadas playas vacacionales de Trouville, Deauville y toda la Costa Florida y las no menos visitadas y dramáticas del Desembarco en la Segunda Guerra Mundial. Y, por supuesto, la joya de Normandía, el Mont Saint-Michel, Patrimonio de la Humanidad y el tercer monumento más visitado de Francia (tras la torre Eiffel y Versalles), erigido sobre un islote de granito situado en el centro de una inmensa bahía bañada por las mayores mareas de Europa, que desafía al paso de los siglos y se ha convertido en un lugar emblemático de la historia.
Claro que también podría visitar, ahora en su mejor momento, la región de Borgoña, cuando están a punto de recoger la cosecha. En esta región, como en Burdeos o Champagne, el nombre de los excelentes vinos parece haberse impuesto al de la propia tierra, haciendo olvidar que en ellas, además de elaborarse algunos de los mejores caldos del mundo, también hay otros encantos. Y en efecto, aquí, en Borgoña, salen al paso restos galos, ruinas romanas, abadías, iglesias románicas, fortalezas medievales, villas ducales, castillos de tejados barnizados y pueblos encantadores que la convierten en una región de rico patrimonio y que explican la larga y apasionante historia de la región.
Podría volver a Nantes, aunque he estado allí hace poco. La ciudad en la que nació Julio Verne se ha convertido en una de las más dinámicas e innovadoras de Francia. Antiguas fábricas y viejos almacenes se han transformado en sedes culturales. Las calles se mutan en telón de fondo de espectáculos callejeros. Los muelles se animan con el jazz y el ocio. El centro de Congresos abre sus puertas a 154.000 espectadores durante La Folle Journée con 350 conciertos de música clásica en pequeño formato, a precios populares y de alto nivel. Cada verano, el Voyage à Nantes despliega toda su capacidad cultural e inunda la ciudad con actividades que atraen a más de 540.000 visitantes.
De norte a sur, de este a oeste
Más cerca de los Pirineos están algunos de los pueblos más encantadores de Francia. Uno de mis favoritos, donde he estado varias veces, es Cordes-sur-Ciel, un lugar lleno de leyenda que se arremolina en torno a su promontorio rocoso como una madeja de piedra. Uno de los más valiosos tesoros de la arquitectura gótica en Midi-Pyrénées. No muy lejos están las seculares ciudades de Narbona y Carcassonne, tierras de castillos e iglesias, de cruzados y cátaros. Y entre las dos ciudades está el medieval Lagrasse, uno de los pueblos más bellos de Francia.
Y ya que hablamos de pueblos bonitos, hay que hacer una mención a la asociación de Plus Beaux Villages de France, creada en 1982 y copiada en muchos países, entre ellos España, que se preocupa por preservar y valorizar esta riqueza propia de la Francia rural que representan estos lugares excepcionales que todavía existen en donde se cultiva la actividad humana más simple y la que ha perdurado a todas las épocas, a todas las batallas… Los pueblos más bonitos de Francia lo son por su emplazamiento, por los tesoros arquitectónicos que poseen, por sus estrechas y empinadas callejuelas cuajadas de casas medievales, por su historia o por su entorno.
Claro que también podría optar por una de las fórmulas de moda de la que soy un fanático: hacer un crucero fluvial. Y las posibilidades en Francia son enormes: el Sena que lleva de París a la costa Normanda, el Garona y el Dordoña que atraviesan los bellos paisajes cargados de vides de Burdeos y su región, el impresionante Ródano que visita la vieja ciudad de los Papas, Avignon, o la capital de la seda Lyon, el Saona, el Mosela y, por supuesto el Loira, el majestuoso río que baña los castillos más bellos de Europa. O repetir una propuesta muy singular que consiste en ser patrón de tu propio barco-casa en el Canal du Midi o cualquiera de los muchos canales navegables que atraviesan el territorio francés.
Siempre me quedará París
Aún no tengo claro por qué lugar de Francia decidirme, pero seguro que encuentro unos días para escaparme a París, una vez más. No busco precisamente en mis vacaciones el reencuentro con la playa, pero si la echase de menos, tendría una razón más para ir a París. Sí, a París. Porque, desde hace ya 14 años, durante el verano el espacio vial de más de tres kilómetros de las márgenes del Sena, normalmente dedicado al automóvil, retoma el aspecto de la orilla del mar ofreciéndose a los paseantes, ciclistas y patinadores en un programa de numerosas actividades. Con baloncesto, tenis, lucha, esgrima, tenis de mesa, petanca, tai chi, bailes de salón, área de gimnasia, duchas de micro vaporización, biblioteca efímera y “playa aventura” para los más pequeños… con sus baños y juegos de agua, conciertos, talleres y espectáculos para divertirse.
Es una sorpresa más en esta ciudad siempre cambiante, que no deja de sorprender. París, una de las más bonitas ciudades del mundo, seduce en primer lugar por su excepcional patrimonio arquitectónico y cultural. Un patrimonio vivo, que no deja de modernizarse y enriquecerse. Un simple repaso a sus atractivos es capaz de llenar varias semanas de estancia en la ciudad, un patrimonio vivo, que no deja de modernizarse y enriquecerse: la Torre Eiffel, Notre-Dame, os Campos Elíseos, el Arco de Triunfo, la Ópera Nacional de París, el Louvre, las orillas del Sena, sitio declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1991, el Museo de Orsay, el Centro Pompidou, los barrios de Montmartre y Ópera, la Ciudad de la Arquitectura y del Patrimonio…
París es también la capital de la gastronomía, de la moda y de las compras; una ciudad donde siempre ocurre algo. Apegada a la calidad de vida y al desarrollo sostenible, ofrece un marco especialmente agradable a quienes la visitan. Innovadora, atrevida y vibrante. Pero aunque hay mucho que ver en París para mí lo mejor está fuera de los museos y los monumentos, está en sus calles, en sus gentes, en sus cafés y terrazas, en el aire de libertad que se respira en cada rincón de la ciudad. Y eso es algo que nadie puede cambiar.
Comprendo que la simple enumeración de lugares a los que viajar, de sitios a los que volver haga complicada la elección. En esas están los más de 1.200 millones de personas de todo el planeta que este año harán un viaje internacional. Yo lo tengo claro y, por supuesto, seguiré viajando a cualquier lugar del mundo, pero puede que otros duden. No tengo una frase concreta para ellos, pero sí recuerdo dos con más autoridad que la mía. La primera es la del inolvidable Papa Juan Pablo II: “El turismo es el mejor vehículo para la paz”. La segunda es de uno de los grandes presidentes y padre de la Constitución estadounidense, Benjamín Franklin, que dijo: “Cualquier sociedad que renuncie a un poco de libertad para ganar un poco de seguridad no merece ninguna de las dos cosas”.
(*) Enrique Sancho es periodista y director general de FEPET (Federación Española de Periodistas y Escritores de Turismo) y de OPEN COMUNICACIÓN.