OPINIÓN – Al puente le sobran versos
Mire usted, yo nací cuando Cádiz era una ciudad con barcos, tabernas y padres con callos en las manos. La poesía se dejaba para la iglesia, los pregones y alguna carta de amor mal escrita. Lo demás era asfalto, salitre y el sueldo justo. Por eso, ahora que me dicen que el Puente Carranza —el que cruza la Bahía como una espina dorsal— podría llamarse “Puente Rafael Alberti”, me da por pensar si no hemos perdido el norte. O peor: si nos lo quieren cambiar por decreto lírico.
La diputada Esther Gil de Reboleño, a la que no tengo el gusto, dice que cambiar el nombre del puente es “una necesidad democrática, simbólica y cultural”. Hombre, simbólico será, pero yo juraría que las necesidades de Cádiz van por otro lado. Porque no sé yo si al parado del barrio de Loreto o al currante que pasa cada día por ese viaducto para dejarse la espalda en Puerto Real le quita el sueño el nombre del puente. A lo mejor lo que le preocupa es que no le suban el peaje de la vida. Pero eso no luce tanto en rueda de prensa.
Yo no tengo nada contra Rafael Alberti. Escribía bien, amaba el mar y tuvo la desgracia de vivir tiempos broncos. Como muchos. Pero hacer de su figura un nuevo santón cívico mientras seguimos sin tren digno a Madrid es de ese tipo de gestos que llenan titulares y vacían las arcas. Porque esta manía moderna de querer cambiarlo todo —nombres, placas, fechas, estatuas, vocabularios— parte de una fe ciega en que la historia se puede reescribir con rotulador. Y no, señora mía: la historia no es un cuento, es una costra.
Carranza fue alcalde franquista, sí. No lo niego. Pero también fue quien impulsó, con toda su herencia política a cuestas, un puente que evitó que Cádiz siguiera siendo una ratonera de mar. ¿Molesta su nombre? Es posible. ¿Soluciona algo cambiarlo? Lo dudo. Y más aún si lo vamos a cambiar por el de un poeta que, con todos mis respetos, no diseñó cimientos ni tensó vigas. No es lo mismo rimar que remachar.
Se habla también de llamarlo Puente de los Astilleros. Al menos eso tiene callo y grasa. Pero claro, eso no permite lanzar discursos floridos sobre “la poesía como territorio común”. Y ya se sabe que en estos tiempos la política ha cambiado la pancarta por la metáfora. Pero la ciudad sigue necesitando cosas más pedestres: empleo, vivienda, seguridad, no rimas con aroma de salón burgués.
En fin. Cambien el nombre si quieren. Pero luego no se extrañen si la gente lo sigue llamando Carranza. Porque los puentes, como los recuerdos, no se renombran con papel sellado, sino con uso diario y memoria viva.