Don Javier ya no existe. Murió en algún momento de su particular «calvario» o quizás evolucionó como un Pokemon para transformarse en ese personaje hierático, casi ascético que se presentó ante los medios rodeado de sus correligionarios. Pretendió hacernos creer que este trance le ha valido para alcanzar un estadio espiritual más elevado, ya los simples mortales no estamos a su altura. Pero es todo una pose.
Sinceramente no entiendo muy bien cuál es el beneficio que se obtiene convocando a los medios para transmitir lo que dijo. Ni va a conseguir limpiar su reputación que sigue arrastrada por el fango, ni ayuda en nada al proceso judicial ni tampoco a su orden que continúa respaldando conductas inmorales por el simple hecho de se uno de los nuestros, como diría Scorsese.
El pasado martes en Sevilla el que estaba sentado ante los micrófonos, el que pretendía ser otro, el que nos vendía la moto de que todo este «calvario» era un obstaculo más de su camino hacia la trascendencia era el mismo sádico que nos describe esos cincuenta y un folios que le perseguirán donde quiera que vaya. Don Javier necesitaba esa comparecencia pública para asestar un último «goldfish» a sus víctimas y sus familias. Un golpe más que duele pero no hiere, porque esos niños, esas familias, esas madres ya no son lo que eran. Ya no hay quien les haga doblar la rodilla.
Si este caso hubiera estado protagonizado por un maestro de la educación pública los hechos referidos en la sentencia hubieran bastado para incoar un expediente disciplinario que bien podría haber acabado en una inhabilitación independientemente del fallo judicial.
La administración educativa debería revisar los valores que transmite una comunidad que protege y defiende a individuos como este.