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Vie. Nov 22nd, 2024

Gabriel UrbinaLa primera vez que lo vi fue hace bastantes años, en un autobús que me llevaba de vuelta a Cádiz. No se llamaba Ulises pero llevaba en la mirada la estela de una odisea que no había terminado y amenazaba con durar. El cansancio en la voz, las heridas de las manos y una ropa sobre la que la suciedad y la sangre dibujaban un camino enrevesado como su vida. Me contó en un francés muy rudimentario que acababa de llegar, que había pasado horas en los bajos de un camión y que llevaba casi un día sin comer. Le ofrecí el bocadillo que llevaba y mi casa, para que recobrara fuerzas antes de seguir ese viaje sin destino.

Cuando se piensa en Ulises, uno se imagina a un héroe invencible, legendario, con recursos suficientes como para hacer frente a cualquier adversidad. Pero lo cierto es que estos Ulises no aparentan una fuerza prodigiosa, ni sus ropas parecen la estratagema de un rey para entrar, vestido de mendigo, en una ciudad enemiga. Al principio, incluso, uno se asombra de lo frágiles que se muestran después de una huida interminable. Están terriblemente solos, perdidos, y caminan envueltos en una incertidumbre insondable.

Sin embargo, uno escucha, pregunta, y comprende rápidamente que arrastran con ellos la sombra de Ulises, que comparten sus miedos y deseos, y esa sensación de que a la vuelta de cada esquina acecha un nuevo peligro al que no pueden anticiparse. Uno presta atención y la palabra regreso es la única que brilla en ese universo tembloroso, repleto de dificultades extremas. Sí, aunque no se ajusten en principio a la imagen que uno tiene del rey de Ítaca, definitivamente son Ulises, héroes de carne y hueso en una odisea que se deshoja en los telediarios de la mañana o en los titulares de algún periódico.

Al fin y al cabo, tienen un reino y una lengua, un paisaje que arde en su memoria y una foto que los mantiene a flote, como si fuera el velo de Ino, guardada en el móvil o en la cartera. Confinados en un Caballo de Troya con forma de patera o sucumbiendo, al igual que tantos otros, a los cantos de sirena, han estado a punto de morir muchas veces, devorados por los prejuicios o por la inmensa soledad que sólo siente quien ha dejado atrás su acento y su cultura, las palabras de sus seres queridos. Como Ulises, tienen a alguien que, día y noche, teje y desteje la esperanza de volver a verlos, y que otea el horizonte pensando en ellos. El Síndrome de Ulises o del emigrante, ese duelo eterno que ya describiera Homero en el Canto V de su Odisea, es el pan de cada día para millones de personas que deambulan sin rumbo en esta Europa amnésica: «pasaba el día sentado sobre las rocas que bordean la playa y, consumiendo su alma en llanto, suspiros y tristeza, contemplaba el mar tempestuoso derramando abundantes lágrimas».

Con el tiempo, he ido conociendo a otros muchos Ulises, siempre con nombres diferentes, mujeres y hombres, españoles y foráneos, emigrantes en Francia o en Polonia, y cada vez me cuesta menos reconocerlos. Todos tienen en la mirada ese recelo que te da el estrés de la lucha cotidiana, el desamparo de vivir en otro idioma, la tensión de sobrevivir entre prejuicios y miradas de desconfianza. Todos, durante la noche, apagan las luces y encienden la esperanza que marca el rumbo del nuevo día, como esa estrella polar que guía al navegante cuando la noche se extiende en su firmamento. Y todos han sucumbido, alguna vez, a la fuerza de los recuerdos que sacuden como la peor ola de un enfurecido Poseidón.

Cuando me acuerdo de alguno de esos Ulises con los que me he cruzado a lo largo del camino, trato de dibujar con nitidez la imagen que guardo en mi memoria —a veces el tiempo va borrando sus nombres, pero nunca su historia—. Luego, me dejo arrastrar por una corriente de preguntas, imaginando cómo estarán, y dónde. Termino deseándoles, en silencio, la mejor de las suertes. Ojalá no tengan que esperar veinte años para regresar a los brazos de su Penélope, de su Telémaco, y puedan contarles, junto a la playa, que al otro lado de la orilla el mundo no siempre es mejor. Ojalá no permanezcan para siempre desenraizados, sintiéndose extranjeros fuera y dentro de su tierra. Ojalá no regresen como mendigos destronados y aún conserven fuerzas para reconquistar su espacio en esa Ítaca particular. Y ojalá ese lugar se parezca, al fin, al que habían soñado tantas veces, en la soledad de la distancia, mirando al mar.

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