Termina un curso diferente. Un curso duro, especial, intenso, de esos que dejan en la memoria lecciones y cicatrices que el tiempo no borra. Me ha tocado asomarme a esta época desde un mirador privilegiado, porque cualquier instituto de secundaria se ha convertido, en estos tiempos, en uno de esos lugares donde se acumulan las sombras que la pandemia va arrastrando a su paso: la enfermedad y la pérdida, el miedo y la tristeza, la apatía y la falta de ilusiones, la crisis económica, el cansancio, la ansiedad o el sentimiento de abandono.
Más allá de ser profesor o tutor, soy una persona que observa mucho antes de extraer conclusiones. Por eso, lo que expreso en estas líneas no son simples palabras de un profesor agradecido, sino una carta de admiración sincera, meditada, a los que para mí son los héroes silenciados de esta pandemia (mucho más que simples héroes, porque lo que han logrado no lo han conseguido con el apoyo de unos poderes especiales, sino sacando esa luz que llevan dentro): mis estudiantes.
Como tutor, he podido acompañar al mismo grupo durante dos cursos completos. Los conocí recién llegados del colegio, con ese miedo en los rostros y esa curiosidad de quien sabe que se enfrenta a un mundo nuevo, a una etapa diferente. Ahora que llegamos a puerto, dos años después, sé que tienen otro cuerpo, otra voz, otra mirada. Y sé que ha sido un viaje duro, una odisea repleta de tempestades, pero no voy a cansarme de repetirles que, a pesar de las dificultades y del cansancio, llevar el timón de ese barco, con cada uno de ellos brillando dentro, ha sido un orgullo y un privilegio para mí.
Los vi dando los primeros pasos para convertir el instituto, ese lugar a veces gigantesco, indiferente y despersonalizado, en una parte importante de su mundo cotidiano. Y en ese proceso estaban (conociendo su entorno y conociéndose) cuando apareció la pandemia y fue apagando los colores con nuevas normas y restricciones. Llegó el confinamiento, las clases a distancia, la incertidumbre. Más tarde, la vuelta a un instituto que ya no era el mismo. Y los he visto entrar cada mañana, con las mochilas cargadas, a un aula donde tenían que pasar seis horas sentados individualmente, con las mascarillas puestas, soportando el frío y el ruido de unas clases con ventanas y puertas abiertas. Han aguantado cada día la extrañeza de no salir a la pizarra o trabajar en grupo, de no pasar el recreo con sus amigos o familiares de otros cursos… Y sabiendo que, al llegar a casa, la pandemia seguiría apoderándose de las horas y los minutos, acaparando conversaciones y noticias, llevándose con ella cada sonrisa, cada palabra, cada ilusión y cada sueño.
A esos adultos (incluidos ciudadanos, periodistas, profesores o políticos) que hablan con tanta ligereza de los adolescentes, yo les preguntaría cuántos de ellos han vivido más de un curso, con once, doce o trece años, la experiencia que han vivido mis estudiantes. Y, si alguno levanta la mano, que trate de recordar, antes de hablar, cómo se sintieron, cómo la vivieron, cómo se comportaron.
A mis estudiantes, esos que habéis llegado hoy a puerto conmigo, a mi lado, simplemente os digo que me siento orgulloso de cada uno de vosotros, de cada una de vosotras. Cada chico y cada chica de mi grupo, con vuestro nombre y vuestra mirada, habéis dejado en la memoria una huella mucho más fuerte que la pandemia, las mascarillas y la frialdad de un sistema que no siempre os trata como merecéis. Me habéis enseñado que se puede sonreír con los ojos y gritar en silencio. Sois un ejemplo de superación y he aprendido, a vuestro lado, mucho más de lo que imagináis. Recordad que esta etapa pasará, pero esa luz que lleváis dentro, si la preserváis, seguirá siempre con vosotros. Que nada la extinga, que nadie la apague. Protegedla (no tenemos nada más importante) y cuidaos mucho. Espero que volvamos a cruzarnos pronto.