Hay demasiados motivos para considerar que un libro es un objeto prodigioso. Tal vez sea el único que te permite traspasar el tiempo y el espacio, en un instante, para conectar tu vida con la de otros que dejaron, entre sus páginas, las historias que oyeron, vivieron y soñaron. Decía Borges que los libros son las únicas creaciones del ser humano que no son una extensión de su cuerpo. Argumentaba el maestro que mientras el telescopio, el teléfono o el arado son extensiones de su vista, de su voz y de su brazo, el libro es algo diferente: el libro es la extensión de su imaginación y su memoria.
Desgraciadamente, ninguna de estas razones parecen suficientes para que las estadísticas sobre la venta de libros o los hábitos de lectura arrojen mejores datos. No es fácil determinar con exactitud la importancia que un pueblo otorga a su memoria, pero basta una simple operación para tener una idea, aunque sea aproximada, sobre la importancia que los libros tienen en la vida cotidiana de un lugar. Es tan sencillo como dividir el número de residentes por la suma de bibliotecas y librerías. Siempre me ha sorprendido que en una ciudad de la relevancia histórica y cultural de San Fernando, en la que vivo, el resultado de esa operación sea tan descorazonador, devastador incluso. Un pueblo que no valora su memoria y su imaginación no puede valorar su presente.
Por eso, precisamente porque cada vez quedan menos espacios dedicados a los libros, me apetece brindar hoy por ese rincón de La Isla en el que Gonzalo cuida, desde hace un año, de un tesoro incalculable. Cuando uno entra en cualquier tienda sabe automáticamente lo que puede encontrar y para qué lo necesita, se hace una idea de su valor y su medida. Cuando uno entra en la librería de Gonzalo los límites se desvanecen y las medidas dejan de funcionar de forma lógica. Uno no alcanza siquiera a imaginar lo que puede encontrar porque cada libro encierra, más allá de su forma y su tamaño, un mundo por descubrir, un Aleph en el que contemplar dos siluetas recortadas sobre un molino gigante o la tierra inundada bajo la lluvia de Macondo.
La librería Al-Ándalus es pequeña, pero en ella cabe el universo. Cada rincón está repleto de libros y en cada libro duermen paisajes y voces, lejanos y nuevos, siempre diferentes. Una librería es multitud, aunque esté vacía, y Al-Ándalus contiene las estrellas de mil y una noches y los mares sobre los que se arremolinan, entremezclados, viajes y miradas: de Ulises a Alberti, del viejo Santiago soñado por Hemingway al capitán Ahab oteando el horizonte. Uno tropieza allá con Alicia en un país alucinado y aquí con un principito de acuarela perdido en el desierto. Un verso de Miguel Hernández se enreda entre las canciones de Cohen, junto a una rosa sin nombre y un laberinto de sirenas. Es posible, si estás atento, encontrar los días azules en el bolsillo de Machado o admirar de verde la luna sonámbula de Lorca.
Pero Gonzalo sabe también que los libros, antes de serlo, viven en la voz del pueblo, que canta y cuenta las historias que sueña. Por eso hay un rincón para el flamenco y un espacio para que la palabra se haga carne en la garganta de quienes la escribieron. Gonzalo ha ido trenzando, con presentaciones y charlas, conferencias y exposiciones, un pequeño corazón con el que bombear cultura por toda la ciudad. En su librería hay un espacio para los Derechos Humanos y para devolver la palabra a las mujeres silenciadas; hay libros para serpentear por nuestra historia y para perfilar de colores la sonrisa de los más pequeños.
Yo, que pertenezco a ese ejercito minoritario que no entiende el mundo sin libros, le deseo a esta pequeña isla del tesoro una historia interminable. La guerra, según algunos, está perdida, pero eso no me impide celebrar cada pequeña victoria: una biblioteca repleta de niños o una librería, como la de Gonzalo, que sigue contando en palabras, con ilusión y esfuerzo, los latidos de una ciudad dormida. Sonrío pensando que en ellas crecerán nuevos guerreros alimentados de sueños, y reivindicarán el poder mágico, incomparable, de la palabra escrita. Esa que se transmite en el tiempo, atravesando idiomas y lugares, para encontrarse contigo. Porque la verdadera magia de un libro es que guarda en su interior un sueño hecho a tu medida, sembrado para ti, y que sólo tú puedes abrir y conquistar. Si te animas, ya conoces un lugar donde buscarlo.