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Vie. Nov 22nd, 2024

Gabriel UrbinaExiste un intenso debate, avivado en estos tiempos de linchamientos mediáticos y Torquemadas en las redes, sobre la frágil línea que separa al artista de su creación. Así, hay una corriente cada vez más fuerte que rechaza la obra de alguien que haya cometido un delito grave, planteando interrogantes concretos: ¿se puede admirar y valorar una obra realizada por un ser despreciable?, ¿es posible separar el ámbito personal y social de la esfera artística de una persona? En mi caso, la respuesta es afirmativa en ambas preguntas. De hecho, he aprendido y crecido con obras de gente que, en lo personal, no me inspiraba la más mínima simpatía. Es más, he admirado y admiro creaciones de personas a las que he llegado a despreciar cuando he profundizado en algunos aspectos de su vida. Hay gente a la que le resulta extraño, pero lo cierto es que nunca he sentido reparo en defender la creación de alguien a quien nunca defendería como persona.

Estoy totalmente de acuerdo en que la creatividad de un artista nunca puede servir para justificar un delito o un comportamiento que deba ser reprobado socialmente. La obra de un artista no puede utilizarse, bajo ninguna circunstancia, para absolverlo de una responsabilidad. Cualquier persona que cometa un delito tendría que pagar su deuda con la sociedad, independientemente de su talento o carisma. Hasta aquí todo parece de sentido común y suele haber consenso (al menos en teoría). El problema es cuando defiendes, como hago yo, que lo mismo ocurre a la inversa y que, por tanto, un comportamiento detestable o un delito nunca impedirán que el talento y el trabajo, en un determinado campo, conviertan la obra de alguien en extraordinaria o admirable.

Cuando uno indaga un poco en la biografía de aquellos a quienes admira, a menudo acaba encontrando zonas oscuras que terminan manchando la imagen que construimos de ese poeta, de aquel músico o de esta actriz. Sin embargo, su obra no tiene por qué perderse ni quemarse. Su obra puede seguir siendo útil. Saber que Michael Jackson, Lil`Kim, Polanski, Woody Allen, Camilo José Cela o Kevin Spacey han cometido delitos, actos despreciables, o han sido acusados de las mayores atrocidades, no impide que uno admire su talento, su particular forma de entender la música, el cine o la literatura. Si dejáramos que la corriente censora y simplista termine por mezclar, definitivamente y sin matices, obra con artista, no quedaría en pie prácticamente nada de lo que se ha creado en los últimos siglos (huelga decir que algunas obras excepcionales han nacido, incluso, entre las paredes de una prisión).

Nunca he idolatrado a nadie. Tal vez por ello siempre he podido separar, con cierta naturalidad, a la persona de su obra. Nadie me ha parecido jamás, más allá del ámbito en el que lo admiraba, un ser superior por el que dar la vida o al que suplicar, tras cuatro horas de cola, un autógrafo, una foto o una entrada. Nunca he tenido como referente absoluto a ningún ser que necesite comer y respirar, como yo, para seguir vivo. Admiro profundamente, eso sí, algunas de sus creaciones en un campo determinado, ya sea el arte, la música o el deporte. He seguido de cerca la trayectoria de boxeadores como Tyson y futbolistas como Maradona o Mágico González que, más allá de su talento prodigioso, nunca me sirvieron de referentes para la vida. Tampoco como espejos donde mirarme para amar el deporte o valorar el esfuerzo y la superación personal. Me resulta imposible imaginarme (aunque sea frecuente en este país bipolar) con una pancarta de apoyo a Messi a las puertas de un juzgado. Y, sin embargo, no dudaría en decir que jamás he disfrutado tanto viendo lo que es capaz de hacer ese jugador con un balón en los pies.

En mi opinión, el legado artístico o creativo de alguien no tiene por qué sufrir el peso de su imagen. Y hay ejemplos extremos. Hitler, por ejemplo, siempre quiso ser pintor. Me cuesta imaginar un ser que me provoque, junto a sus incontables colaboradores, un desprecio tan profundo. Sin embargo, reconozco que me gustan sus pinturas, especialmente las acuarelas centradas en elementos arquitectónicos. «Yo soy artista y no político. Una vez que se resuelva la cuestión polaca, quiero terminar mi vida como artista», diría antes de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, sería rechazado dos años consecutivos por la Academia de Bellas Artes de Viena y Hitler acabaría manchando de sangre los paisajes. Imposible saber lo que habría pasado si su ímpetu se hubiera canalizado a través del arte, de las formas y los colores, y no a través de la muerte y el terror. ¿Se puede separar, entonces, al hombre de su obra? Yo pienso que sí. Y creo, además, que a veces resulta necesario. Las pinturas de Hitler nos recuerdan, por ejemplo, la enorme responsabilidad que tenemos de elegir, cada mañana, lo que vamos a hacer con este instante que nos regala la vida: ¿miramos, destruimos o creamos?

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