«Sueño con pintar y luego pinto mis sueños», decía un Van Gogh al que no es difícil imaginar llenando los sueños de colores imposibles. Lo que no decía Van Gogh, aunque a menudo lo demostraba, era que sabía pintar los sueños sin utilizar pinceles ni colores. En la primavera de 1888 le escribió al pintor Émile Bernard: «Hay mucha gente para quien las palabras no son nada. Sin embargo, ¿no crees que es tan interesante y complicado decir algo bien como pintarlo?». Y ese Van Gogh, el que traspasa el lienzo de la imaginación con palabras ondulantes, es el que se ha colado estos días en mi cabeza como un bucle infinito de cielos estrellados.
En solo una semana he pasado por la exposición de Van Gogh Alive en Sevilla, he contemplado en mi pantalla los miles de óleos pintados a mano de ese prodigio cinematográfico llamado Loving Vincent y me he sumergido, una y otra vez, en las cartas donde Van Gogh dibujó los paisajes de su propio universo personal, reflexionando sobre el arte, la literatura, la enfermedad mental o la vida. Y es que, como diría el artista e investigador Leo Jansen, la cantidad de cartas que dejó escritas no es realmente extraña, pero su calidad literaria sí lo es, añadiendo: «No puedes encontrarlo en ningún otro artista: era un pintor y un escritor al mismo tiempo».
Basta con leer algún fragmento escrito de su puño y letra para asistir a una experiencia estética similar a la que provocan sus lienzos. Como muestra, este paisaje, uno de los muchos que le pintara con palabras a su hermano Theo: «Una noche estuve paseando por la orilla del mar, en la playa desierta. No era alegre ni triste, era hermoso. El cielo, de un azul profundo, estaba salpicado de nubes de un azul más profundo que el azul base de un cobalto intenso, y otras de un azul más claro, como la blancura azulada de las vías lácteas. En el fondo azul, las estrellas brillaban muy claras, verdosas, amarillas, blancas, rosas más claras, más adiamantadas, como piedras preciosas que en casa –incluso en París- podríamos denominar: ópalos, esmeraldas, lapislázuli, rubíes, zafiros».
Como suele ocurrir con los genios, a una parte de la sociedad solo le interesan los titulares rentables, superficiales y nocivos, por lo que se suele hablar más sobre cualquier episodio trágico de la vida de Vincent que sobre el trabajo metódico, profundo, de un hombre que empezó a pintar con cerca de treinta años y con treinta y siete ya se marchaba de este mundo, dejando, para la posteridad, más de dos mil sueños pintados. A veces, ensombrecidos por la melancolía; otras, iluminados por un trabajo febril, intenso y único: «En el momento en que estoy, sin embargo, veo la posibilidad de entregar una impresión sentida sobre lo que veo… (pero) nunca exacta, porque uno ve la naturaleza a través de su propio temperamento».
Sus textos traducen diez años de actividad frenética y una vida de introspección, de análisis minucioso, de lecturas constantes y reflexiones sobre la naturaleza, sobre la pintura y las palabras, sobre las relaciones personales o el color de las estrellas. Más allá de teorías y criterios, el arte alcanza su verdadero sentido cuando logra emocionar, y las palabras de Van Gogh, como sus lienzos, sacuden por dentro con la fuerza de una tormenta que destruye a su paso leyes y fronteras: «A menudo pienso que la noche está más viva y más rica de colores que el día». Y de este modo, jugando con la noche y el día, Van Gogh acabará mezclando la muerte con la vida: «Por mi parte, no sé nada con certeza, pero la vista de las estrellas me hace soñar de la misma manera simple como sueño con los puntos negros que representan a pueblos y ciudades en el mapa. ¿Por qué, me pregunto, los puntos luminosos del firmamento habrían de sernos menos accesibles que los puntos negros en el mapa de Francia? Así como tomamos el tren para trasladarnos a Tarascón o a Ruán, tomamos la muerte para viajar a una estrella. Lo verdaderamente cierto de este razonamiento es que, estando vivos, no podemos trasladarnos a una estrella; e igualmente, estando muertos, no podemos tomar el tren. En fin, no me parece imposible que el cólera, el mal de piedra, la tisis, el cáncer, sean medios de locomoción celeste, como los barcos a vapor, los ómnibus y el ferrocarril lo son terrestres. Morir tranquilamente de vejez sería como ir a pie».
Cuando me toque marcharme a mí, ya sea a pie o en uno de esos transportes celestes, espero seguir tropezando con sus paisajes de colores imposibles. Le dejaría escrita en algún lugar, por si la lee, la frase que le envió a Theo en aquel enero de 1874: «Cómo me gustaría hablar contigo de arte otra vez». Y le contaría cómo me atravesaron por dentro, la primera vez que contemplé uno de sus cuadros, siendo niño, aquellas palabras que sólo leí y comprendí muchos años después, en una de sus cartas: «Encuentra bello todo lo que puedas; la mayoría de las personas no encuentran nada suficientemente bello».