Vaya por delante que me encantan los niños. Siempre me he sentido en conexión con esos pequeños que mantienen la mirada llena de curiosidad y ávida de colores nuevos, limpia de los miedos y prejuicios que limitan nuestra vida de adultos. Y soy de los que imagino la paternidad como una de las responsabilidades más bonitas y exigentes. Sin embargo, a veces miro a mi alrededor y me pregunto si algunos de esos padres y madres con los que me cruzo a diario se han planteado alguna vez, aunque sea por un momento, lo que significa serlo.
Es evidente que cualquiera se siente con el derecho de ser padre o madre. Es aún más evidente que la sociedad, desde Hacienda hasta la vecina, te incitan a que procrees y cumplas con tu responsabilidad social de traer niños a este mundo —a pesar de que en ese mismo mundo no faltan niños, incluso se cuentan por miles los niños olvidados y abandonados—. Lo que no termino de entender es que, como especie supuestamente racional (y no sólo instintiva), haya personas que sigan procreando dejando que sea la sociedad la que alimente, eduque, cuide y muestre valores a sus hijos.
Detrás de muchos niños maleducados, mimados, inconscientes y crueles (y son legión), hay unos padres dando el ejemplo extendido de cómo ser padres sin serlo, es decir, sin dedicar tiempo a sus hijos, a conversar, a mostrarles valores, a corregirlos. Detrás de muchos niños que humillan e insultan a sus compañeros, hay unos padres mostrando cada día el ejemplo de la humillación y el abuso. No quiero quitar responsabilidad a los profesores que no se implican lo suficiente, al sistema educativo o a la sociedad en general, sólo quiero centrarme en esos padres que, tras cumplir con su deseo de traer un hijo a este mundo, ahora piden que la responsabilidad de educarlo recaiga en el que está enfrente.
Recuerdo perfectamente a los acosadores de mi colegio, sus nombres y apellidos, sus formas. Alguna vez me he cruzado con alguno, muchos años después, llevando de la mano a sus hijos pequeños. No puedo dejar de imaginar lo que les espera a esos niños, con compañeros que se parecerán mucho a sus padres (justicia universal, karma, lo llaman algunos), o, en el peor de los casos, siendo ellos mismos los que humillen y acosen, siguiendo la estela de sus padres. Todos conocemos casos demenciales que se repiten cada día: padres que asisten a los estadios pensando que su hijo tiene que ser el próximo Messi, y no dudan en gritar o insultar a otros niños, o al propio, convirtiendo un fantástico deporte para aprender valores en un infierno cotidiano; padres que se ríen cuando sus hijos imitan su vocabulario soez, su obsesión por el móvil, el gesto de tirar al suelo el envoltorio, y te cuentan luego, tan tranquilos, que a su hijo no le gusta leer ni estudiar, y que ya no saben qué hacer con el crío (lo de educar, corregir o mostrar ejemplo ni siquiera se lo plantearon).
No sé si suena triste, pero a los cinco minutos de recibir a un padre o una madre en el Departamento, para una tutoría, uno ya intuye si será fácil o difícil solucionar el problema de su hijo. Y no hablo del problema que pueda tener con la asignatura (al fin y al cabo, eso es lo menos importante, la punta del iceberg), sino del problema real: sentirse el centro del mundo, o sentirse solo y abandonado, o sentirse perdido y desmotivado en un mundo en el que no encuentran referentes, con unos progenitores que ya no pintan nada o se han convertido en dictadores.
Estoy seguro de que no es nada fácil ser padre o madre en esta sociedad que hemos construido. Cada vez es más complicado compaginar los horarios para esclavos, las necesidades económicas y las dependencias de todo tipo, con la labor de criar y educar a unos seres tan moldeables desde que nacen. Pero hay que recordar que nadie te obliga a tener un hijo. Si el mundo te da asco (como escucho decir a menudo a muchos padres), pues no tengas hijos en él. Si es mentira y no te parece tan triste y oscuro, aprovecha para que ese crío acabe salpicando su alrededor con más luces que sombras, siembra en él o en ella algo bonito, y deja que crezca. Me sigue sorprendiendo que algunos de esos padres que nunca asumieron su responsabilidad sean los más insistentes con los demás: «Y tú, ¿para cuándo el niño?». Si estás cansado de que te pregunten, hay una respuesta que suele funcionar: «Pues no sé, tal vez para cuando tú eduques al tuyo».