En el seno del conjunto de fuerzas políticas del último cuarto del siglo XIX y comienzos del XX hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial destacarán los radicales al conectar con sectores sociales y de opinión que no se veían representados en los asentados Estados liberales, a pesar de haber contribuido a derribar definitivamente el Antiguo Régimen en el largo ciclo revolucionario anterior.
Efectivamente, en Europa occidental el liberalismo había conseguido ya en los inicios de la segunda mitad del siglo XIX establecer un nuevo modelo de Estado y de sociedad, basado, fundamentalmente en el principio de libertad política y, sobre todo, económica, y, a lo sumo, en la igualdad ante la ley frente al privilegio estamental. Pero el liberalismo político, en su versión moderada o conservadora, fundamentado en el sufragio censitario, el bicameralismo y la soberanía compartida en algunos casos, más el económico consagrado en la no intervención del Estado en la economía, o a lo sumo, para dirigir la política comercial de un renacido proteccionismo en contradicción con el librecambismo, dejaba fuera a gran parte de la clase media y, por supuesto, a las clases trabajadoras. En el seno de esta mayoría social, la pequeña burguesía, cierta intelectualidad, los profesionales liberales y parte de la clase obrera, especialmente sus sectores más cualificados, se configuraron como la base social de movimientos y fuerzas políticas a la izquierda del liberalismo progresista, conocidos como radicales, demócratas o republicanos de izquierdas, con gran desarrollo en Francia en la Tercera República, pero que también podemos ver surgir en la España de la crisis del régimen isabelino y en el Sexenio Democrático, es decir, en torno al inicio de la década de los años setenta.
Aunque es evidente que estos republicanos, radicales o demócratas tienen diferencias según el país donde nos encontramos, sus ideas más importantes son comunes. Son críticos con el liberalismo predominante, con la fórmula clásica del Estado liberal, y con el turno político, más o menos amañado entre las fuerzas políticas predominantes, especialmente evidente en el caso español. También son partidarios del laicismo, de la separación clara entre la Iglesia y el Estado, con un marcado anticlericalismo en algunos casos. Será en Francia donde este laicismo podrá desarrollar de forma clara la secularización en todas sus dimensiones, cuando los radicales lleguen al poder ya asentada la Tercera República, creando un modelo legislativo para todo el laicismo europeo. También deseaban que el Estado abandonara su aparente neutralidad en material socioeconómica, y comenzara a elaborar leyes sociales a favor del trabajo, de la sanidad, de la enseñanza y de los más desfavorecidos. De nuevo, Francia es el gran ejemplo, consiguiendo el apoyo de un sector de su socialismo. En España contamos con la breve experiencia de la Primera República, cuando nacen las primeras leyes de contenido social, y en la influencia de estas ideas en la Comisión de Reformas Sociales, instituida en 1883.
El radicalismo, especialmente el francés, fue un motor para la democratización del Estado liberal clásico, especialmente desde finales del siglo XIX hasta el estallido de la Gran Guerra. Además, conectó con el socialismo en algunos aspectos, más evidente en Francia que en España donde la mayoría del PSOE siempre sintió una gran prevención hacia el republicanismo progresista, luchando para que los obreros abandonasen la causa republicana por considerarla propia de la burguesía, hasta la creación de la Conjunción Republicano-Socialista ya entrado el siglo XX. En todo caso, el republicanismo radical no cuestionó el sistema capitalista ni el orden burgués, simplemente pretendía ensanchar las bases del mismo e introducir mecanismos correctores frente a las grandes brechas sociales que se habían creado, y que podían llevar al triunfo de una revolución proletaria.