En estos tiempos de globalización acelerada, con el fenómeno –o tragedia– de la migración llenando de muerte y esperanza el Mediterráneo, los nacionalismos ganando terreno y el miedo –ese que nuestros políticos saben manejar como nadie– apoderándose de los espacios colectivos, no es extraño escuchar términos que, aunque uno creía en desuso, van recuperando toda su fuerza. Así pasa con la idea de pureza. Un concepto abstracto y tan flexible que se aplica por igual a una lengua o una tradición, a una cultura, una música o una raza. Poco importa que, más allá del ideal que representa, no designe ninguna realidad concreta. Los que la empuñan saben el poder que tiene esta palabra para reforzar el sentimiento de identidad y que una mentira repetida mil veces, si no se convierte en verdad, al menos sí sirve para fortalecer una frontera o llenar de prejuicios las miradas y las calles.
Los puristas de cualquier ámbito nunca me han inspirado mucha confianza. Será porque defienden lo estático y estéril, el agua estancada y las ventanas cerradas. Será también porque en nombre de la pureza se han cometido las mayores atrocidades o, simplemente, porque me gusta imaginar entre mis antepasados a musulmanes y cristianos, a gente viajando desde África o América, mezclando el Norte y el Sur, el Este y el Oeste. No hay nada puro en mí ni en nada de lo que me rodea porque, como todos, como todo lo que existe y vive, estoy hecho de infinitas combinaciones.
Si me apasiona escarbar para buscar las raíces de las palabras y los textos, de las músicas y los acentos, es porque nunca he encontrado nada puro, sino mezcla sobre mezcla, fusión sobre fusión, y sonidos lejanos que me incitan a seguir buscando y descubriendo encuentros. Entre sus raíces, uno halla colores que desafían las fronteras de la percepción y voces que gritan que todos fuimos nómadas y luchábamos, mezclándonos, con mayor o menor suerte, por asentarnos en un pedazo de tierra prometida, o soñada. Si nunca lo ganamos ni lo perdimos todo, fue precisamente porque no teníamos nada puro encerrado en un cofre; fue porque nuestra cultura, nuestra lengua y tradiciones, vivían libres, adaptándose y mezclándose con todo lo que había alrededor.
Es absurdo hablar, por ejemplo, de la pureza de un idioma, y trato de no entrar en ese tipo de debates estériles. Me molesta, sin embargo, cuando el que apela a la pureza es un supuesto especialista, porque intuyo que detrás de esa defensa no hay simple ignorancia sino un interés económico o político más oscuro. No se puede hablar de la pureza del español, ni del catalán, por la simple razón de que todas las lenguas surgen de otras, como dialectos, y jamás han permanecido estáticas a través del tiempo. Si el español es un dialecto del latín, este lo es del griego clásico. Tan simple que basta con observar, con escuchar, para comprender que una lengua es un ser vivo que evoluciona y se adapta a cada hábitat, tomando en Argentina o en México colores y formas diferentes a los de España. ¿Eso quiere decir que no hay que respetar sus códigos? Al contrario. Es tan fascinante el proceso de conformación de una lengua que sólo respetándola y conociéndola, como a un animal, dejará que te acerques a ella.
Algo similar ocurre con la pureza musical. Hace poco escuché a alguien hablando, muy serio, de la pureza del tango. «Nada más puro», pensé. Antes no se cantaba, el bandoneón fue inventado por un alemán, el violín llega desde la Europa mediterránea, la propia palabra tango viene de África… Y así con el fado o el flamenco. En este último, desde su nacimiento, la mezcla es la norma y no la excepción. Sí, hay que conocer y respetar los códigos de una tradición. Pero porque conociendo su origen y evolución se puede entender ese camino largo, que se pierde entre los siglos, sin ensuciarlo ni bloquearlo, sin limitarlo con muros absurdos.
Definitivamente, a mí no me convence lo puro. No quiero aspirar a nada que no sea cambio y evolución, mestizaje. La pureza es una palabra que tiene el halo frío de lo inerte y se alimenta del miedo a lo desconocido. La naturaleza, que es más fuerte que el miedo y la ignorancia, ha determinado que la vida es vida por la mezcla de sus elementos. Y yo quiero seguir sintiendo, mientras viva, ese latido extraño que mezcla músicas y acentos diferentes, palabras y tradiciones ajenas que hago mías cada vez que me acerco a ellas desde el respeto a lo que soy, a lo que siempre fuimos: mezcla.