Si aprender no siempre es fácil, no hay nada más difícil y doloroso que desaprender lo aprendido, desaprender aquello que pensamos o creemos saber. Solemos construir nuestra verdad, desde niños, como un fortaleza a prueba de asaltos, y recibir una información que choca contra nuestras creencias, que rechazamos de forma instintiva, es uno de los mayores obstáculos que encontramos a lo largo del camino. Abandonar lo que aprendimos hace mucho, por intuición o educación, inercia o comodidad, nos deja sin escudos, nos desarma en medio de una sociedad ante la que nos sentimos vulnerables. No es fácil reconstruirse y por eso, en el imaginario colectivo, es una acción que solo se permiten dioses o seres fabulosos. Sin embargo, esta cualidad es tan humana que sin ella nos convertimos fácilmente en presos de nosotros mismos.
Somos seres de hábitos, desde que nacemos, y esos automatismos y rutinas influyen en nuestras creencias y pensamientos, en nuestra forma de relacionarnos con los demás y evaluar lo que nos sucede. Los primeros aprendizajes los asimilamos cuando apenas hemos contado amaneceres. De manera instintiva, por supervivencia, los guardamos como verdades en algún cajón de la memoria. Y esas experiencias particulares que nosotros vamos convirtiendo en verdades marcan nuestra manera de vivir, de conversar, de soñar o de aprender. Queramos o no, estos esquemas mentales acaban delimitando las fronteras de nuestro universo.
Al estar ligado a conceptos como abandonar o renunciar, desaprender se concibe a menudo como un proceso negativo. Aunque no haya aprendizaje más poderoso y eficaz, rechazamos de forma automática la necesidad de desandar un camino para recuperar el nuestro, o para recorrerlo con otra mirada. En psicología, la importancia de este proceso va ocupando un lugar central en teorías e investigaciones, y la resistencia al cambio, a la incertidumbre, o esa obsesión enfermiza por la estabilidad impuesta se dibujan como enemigos principales del desaprendizaje. Desaprender es aceptar nuestros límites pero, al mismo tiempo, afrontarlos, desafiarlos y superarlos.
Hoy acudo a las palabras de esa andaluza universal que supo combinar poesía y filosofía, arte y literatura, para acariciar sus ideas. El pensamiento de María Zambrano es un saludo a la vida. A pesar de las guerras y la sombra permanente del exilio, María cultivó ese jardín de lecturas y ensayos luminosos al que cualquiera, si tiene curiosidad, puede asomarse. En su obra Delirio y Destino dejó este fragmento que siempre me recuerda la necesidad (al menos el sueño, el deseo) de renacer y reconstruir la mirada y los sentidos, de aprender a sentir lo más elemental desaprendiendo el pasado:
«Nacer sin pasado, sin nada previo a que referirse, y poder entonces verlo todo, sentirlo, como deben sentir la aurora las hojas que reciben el rocío; abrir los ojos a la luz sonriendo; bendecir la mañana, el alma, la vida recibida, la vida ¡qué hermosura! No siendo nada o apenas nada por qué no sonreír al universo, al día que avanza, aceptar el tiempo como un regalo espléndido».
Para saborear este momento o dejar que tus sentidos se manchen con el próximo atardecer, para agradecer o respirar el horizonte largo de las palabras de María Zambrano, es necesario desaprender. Desaprender los prejuicios y los miedos aprendidos, desaprender las expectativas impuestas y los muros invisibles. Pero no es posible desaprender sin lucha, sin dolor, sin esfuerzo. Porque también hay que desaprender lo que nos hace sentir cómodos y seguros, lo que nos protege de la incertidumbre y nos desliza sin pausa, dormidos, por el tiempo. De cada uno de nosotros depende, al final, dónde quedan los límites de su universo personal. Podemos culpar a los demás de lo que hemos aprendido, de lo que nos han enseñado para bien o para mal, de las expectativas creadas o de la rigidez de una educación frustrante. Sin embargo, solo nosotros somos responsables de lo que desaprendemos; solo nosotros somos responsables de reconstruir (o no) la mirada para ver, soñar y sentir de una forma diferente.