Estos días uno mira los rostros de los más pequeños y comprende que aquí y allá, a la vuelta de cada esquina, existen atajos directos al paraíso. Compartir un juego, ver juntos una película o deshilar un cuento son algunos de esos viajes que solo ellos saben aprovechar como nadie. Mientras los adultos solo concebimos el paraíso como un final, como una recompensa eterna a la que accedemos cuando dejamos de respirar, ellos le ponen al paraíso un nombre y lo recorren mientras pueden, sin detenerse a preguntar por qué, para qué o cuándo. Estos días uno se mira en ellos y comprende que también ha estado allí, antes de las prisas y los proyectos, recorriendo con naturalidad esos senderos que la felicidad te ofrece cuando estás aprendiendo a sentir.
Uno de los primeros viajes al paraíso que yo pude hacer con solo diez años fue ir al estreno de Cinema Paradiso, en el cine de mi barrio. Si algo he aprendido con el tiempo, es que en esos primeros paraísos que uno recorre de pequeño uno ya puede ver con claridad qué colores dominan su mundo, qué constelaciones brillan más en su universo personal y único, anticipando ese camino del que nunca debería distanciarse para mantenerse en equilibrio. Con Cinema Paradiso yo ya intuí lo que me hacía feliz, lo que me haría feliz siempre, hasta el final, y trato de no olvidarlo para no alejarme demasiado del cine, de la música, del arte y, sobre todo, de esas historias que se escriben, como la película de Tornatore, para contar una verdad con más fuerza de lo que podría hacerlo la propia realidad.
Uno recuerda con nitidez las primeras experiencias que le hacen sentir algo nuevo, algo diferente. Y yo conservaré siempre la imagen cristalina de ese primer abrazo de música y luz, de imágenes en movimiento, que recibí sin esperarlo en aquella sala oscura. Esta pequeña joya, esta especie de fado audiovisual me ha regalado tanto a lo largo de la vida que me he ido haciendo mayor a su lado. Con Cinema Paradiso comprendí que la belleza no estaba reñida con la tristeza y que a menudo hay que alejarse del lugar que te vio crecer para aceptarlo y conocerlo, para valorar sus matices. Comprendí también que dentro de una historia caben otras muchas, y escuché por primera vez el relato del soldado y la princesa, ese cuento que Alfredo contó a Salvatore para que entendiera que no todos los sentimientos son correspondidos ni merecen tanto sacrificio, y que el amor no siempre es más fuerte que las circunstancias. Y así, pude ver al soldado en los ojos de Salvatore, aguardando cada noche el frío y la lluvia bajo la ventana de Elena, antes de que ese primer beso se grabara más tarde con la tinta amarga de la distancia y el silencio.
Luego llegarían otras referencias, mi pasión por la literatura, otras películas y otras historias. Iba creciendo y empecé a añadir colores a aquellos recuerdos que Cinema Paradiso dejó en mi memoria. A veces necesitaba verla otra vez, revivirla. Me interesé por el compositor de aquella música extraordinaria, Ennio Morricone, y conocí también a Dulce Pontes, quien, colaborando con el genio italiano, cantó en portugués la definición más hermosa y exacta que se ha escrito nunca, obra de João Mendonça y J. Medeiros, de lo que es para mí esta película y el cine (dentro de mí, el cine y Cinema Paradiso nacieron a la vez):
Era uma vez / Érase una vez
Um rasgo de magia / Un jirón de magia
Dança de sombra e de luz / Baile de sombra y de luz
De sonho e fantasia / De sueño y fantasía
Num ritual que me seduz / En un ritual que me seduce
Hay gente que no puede imaginar el cine sin un director, sin un actor, sin una película… Yo, desde que viera Cinema Paradiso, no puedo imaginarlo sin la música de Ennio Morricone, capaz de disipar con una sola nota la distancia entre mi asiento y la pantalla. En todos estos años no he dejado de volar con esa música que traspasa imágenes y recuerdos para encontrarme con ese niño que quedó, en algún rincón de aquella sala, enredado entre sus notas.
El paraíso sigue aguardando unos ojos que brillen en la oscuridad como estrellas en medio de la noche. Cualquier día, por qué no hoy, es perfecto para ese viaje de ida y vuelta que nos haga sentir libres durante un rato, antes de volver a la realidad. Volveremos, al menos, con la sonrisa de haber contemplado desde la penumbra de la sala ese baile mágico de sombra y luz, de sueño y fantasía, con el que podemos rozar por un instante un jirón eterno del paraíso más cercano.