Si le preguntas a un niño pequeño por el color de las hojas que caen en otoño, te dirá que son marrones o rojas. Tal vez amarillas. Si luego lo llevas al campo y os acercáis a un árbol para que tome del suelo una hoja, él mismo descubrirá que hay muchos más colores de los que había imaginado. Si la mira de cerca, observará que son cientos, miles de matices que van del verde al ocre, del azul al morado, los que forman esa ilusión del color uniforme. Esta simple hoja puede llenarle la mirada de colores, y entonces su mundo habrá cambiado para siempre. En su universo habrá preguntas nuevas, y estas dibujarán un paisaje de tonalidades infinitas, aunque le haya tocado nacer bajo un horizonte como el nuestro.
No ha llegado el día en el que desayune con alguna noticia que me aporte un poco de profundidad, que me muestre los matices de una historia de la que pueda extraer mis propias conclusiones. No importa si se trata de un caso de corrupción política, de una estafa, de un caso de violencia o de una noticia deportiva. Las opciones, en este país, siguen siendo dos: blanco o negro. Este país sigue siendo como ese niño pequeño que nunca descubrió los matices de esa hoja. Cuando leo la prensa, cuando entro en las redes sociales, siento que tengo frente a mí una de esas imágenes de archivo de posguerra. Una de esas fotos en blanco y negro en la que uno no puede imaginar el color junto a los rostros marcados por la miseria y la destrucción. Ni siquiera el cielo, de un blanco pálido, apagado, puede imaginarse celeste, o azul intenso. Uno confunde el negro de los uniformes militares con el luto de las viudas, y sólo una camiseta blanca, o gris, de algún niño jugando entre los escombros, rompe la monotonía y te lleva en volandas al otro extremo del infierno.
Lo cierto es que, aunque los medios de comunicación se empeñen en fotografiarla en blanco y negro, la vida está llena de matices y de una profunda complejidad. Sin embargo, nos educan para huir de lo complejo y lo profundo. Y nosotros nos hemos aferrado a lo fácil con una resignación pasmosa. Nos resulta más sencillo comunicarnos así, a través de tópicos que permiten hablar sin pensar, ver sin mirar, oír sin escuchar. Pero ese camino fácil, esa simplificación ingenua o calculada, acaba llenando de vacíos las ganas de entender y avanzar. Y así, a base de tragar razonamientos simplistas, hemos ido deformando nuestra mirada hasta padecer una miopía maniquea difícil de superar. Y es que, como cantara Manolo García, las miradas «son tan libres como libres son los hombres».
Un día te acuestas pensando que esa persona que aparece en la imagen, tomando en brazos a una niña pequeña, levantando un trofeo o soltando un discurso político, es el nuevo mesías, el ejemplo mundano de la divinidad. Y a la mañana siguiente esos mismos medios lo presentan como un estafador, un corrupto o un psicópata; la personificación del mal para quien se abre la veda en medios de comunicación y redes sociales. Y lo peor es que no nos sentimos incómodos en este paisaje monocromo. Al contrario, nos encanta esa caza impune y simplista en la que no contemplamos ni víctimas colaterales ni la probabilidad de estar equivocados. Nos erigimos en jueces y verdugos, expertos que con un par de datos podemos sentenciar y determinar quién es el santo y quién el demonio.
Reconozco que voy perdiendo la esperanza. A mucha gente, a demasiada, le molesta la profundidad y trata de ridiculizarte si quieres superar esa visión del mundo basada en buenos y malos, salvadores y traidores, rojos y azules. Mucha gente se siente tan cómoda escondida detrás de los prejuicios como incómoda ante cualquier explicación profunda o entre los estantes de una biblioteca. Cualquier cosa, con tal de no pensar, de no sacar una conclusión propia, meditada.
Ser feliz disfrutando de lo sencillo no debe confundirse nunca con ser simplista. Al contrario. Aprender a mirar lo sencillo de una forma profunda es lo que nos aporta matices y perspectiva. Y esos matices, que algunos aprenden a contemplar en una simple hoja, otros no pueden apreciarlos ni comprando el bosque entero. «Que el objeto más frágil puede servir de eje a todo el universo». Me encanta esta afirmación de Whitman porque yo tuve la suerte, de pequeño, de tener en mis manos una hoja que parecía roja, o marrón, hasta que la miré de cerca. Y es cierto que una simple hoja, frágil y moribunda, puede cambiar para siempre el color de una mirada.