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Vie. Nov 22nd, 2024

Gabriel UrbinaLas formas de esclavitud han llegado a tal extremo de sofisticación y sutileza que han logrado hacer coincidir en la misma persona al esclavo y al esclavista, creando un círculo vicioso. La estrategia, que no sé si responde a la voluntad de unas minorías o a la inercia de las masas —tal vez ambas sean responsables—, no podría ser más eficiente. En primer lugar, hacer creer al esclavo que la situación es natural e irreversible, haga lo que haga. Consecuentemente —y esto sí me parece insuperable—, que sean los propios esclavos, acostumbrados a su situación, los que sofoquen a latigazos cualquier intento de rebeldía, perpetuando una situación degradante para ellos mismos. ¿Se puede imaginar una sociedad más inhumanamente perfecta?

Para conseguir lo primero, es decir, que el esclavo pierda toda esperanza en un mundo más justo y habitable, es necesaria la indefensión aprendida, esto es, «aprender» que es inútil enfrentarse a una situación adversa. Se asimila gradualmente y modifica esquemas mentales tan profundos que resulta muy difícil, una vez interiorizada, desaprenderla. Un síntoma inequívoco de esta indefensión es la pasividad y el pensamiento limitante: «para qué, si nada va a cambiar». El problema es que se transmite de forma vertical y horizontal, de esclavo a esclavo y de padre a hijo, como una plaga. Así, se comienza con un «para qué voy a discutir, protestar, reclamar», y se sigue con un «para qué leer, estudiar, superarse, votar». Este proceso psicológico es tan poderoso y sutil que alcanza e inunda todos los ámbitos de nuestra sociedad: desde jóvenes que tienen pánico a alejarse del camino trazado por sus padres hasta ancianos que terminan por besar la mano de quienes roban su pensión; desde alumnos que se han resignado a aceptar que no sirven para nada hasta mujeres que buscan una y otra vez la sombra protectora del macho alfa. Banqueros, mendigos, políticos, deportistas y empresarios. Todos aprenden y enseñan esta indefensión y terminan convirtiendo en verdad la idea de que actuar, modificar hábitos, es inútil o contraproducente.

Por otra parte, hemos visto muchas veces que el principal obstáculo de un esclavo que quiere dejar de serlo se halla, paradójicamente, en el resto de esclavos. Estos, en mayoría y temiendo que su situación acabe empeorando —el ser humano nunca piensa que ha tocado fondo—, no solo evitarán que otro esclavo se rebele, sino que harán lo posible por eternizar la situación, vomitando sobre el rebelde la frustración tragada —¿alguien mejor dando latigazos que aquel que lleva su espalda marcada desde niño?—. Si no actúas conforme al manual del esclavo saltarán las alarmas y llegará el interrogatorio inevitable, ya sea en tu centro de trabajo o en el bar de la esquina. Allí te dejarán claro que la vida es como es, y que tratar de mejorarla es tan absurdo como poco inteligente.

Son tantas las cadenas, tienen tantas formas y colores, que hay una para el político que se debe a su partido y otra para el profesor que mira hacia otro lado; una para el funcionario que vende sus sueños y otra para el desempleado que esconde sus miedos en una botella. Nadie escapa. Todos vigilamos.

Sin embargo, como ocurre siempre, hay esclavos que parecen más esclavos que otros, como si hubieran ido perfeccionando sus «cualidades» generación tras generación, por selección natural. Estoy convencido de que, en un tiempo no muy lejano, el más afortunado de esta masa social a la que llamamos clase media será considerado un modelo de esclavo de nuestra época. El perfil es recurrente: sin apenas tiempo libre para sí mismo, hipotecado, abandonando aficiones y actividades creativas, sin poder siquiera participar en la educación de unos hijos que ha tenido con no poca presión social y aceptando, para no perder los ingresos ni la casa, unas condiciones laborales y bancarias denigrantes. Con el poco tiempo libre que le quede, si le queda, tendrá que elegir entre informarse, leer, tratar de superarse y mejorar su mundo, o anestesiarse frente a la tele o el móvil, contemplando las imágenes de una supuesta felicidad ajena.

Uno se hace esclavo sin esfuerzo, por inercia. Sin embargo, para llegar a ser un perfecto esclavo es necesaria una mezcla de talento y voluntad. No basta con perder la esperanza en que puedes cambiar la situación, tu vida, tu mundo —muchos la han perdido ya—. Tampoco es suficiente con vigilar y frenar cada intento de rebeldía de otros esclavos —algo que todos hacemos constantemente, casi sin darnos cuenta—. Para ser un perfecto esclavo es necesario, sobre todo, no tener consciencia de que lo eres.

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