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Mar. Dic 3rd, 2024

Gabriel UrbinaNacemos y morimos solos. Creamos y soñamos solos. Si nos acompañan, sólo será hasta el borde del abismo. En Cartas a un joven poeta, Rilke escribía: «Y es que en realidad, sobre todo ante las cosas más hondas y más importantes, nos hallamos en medio de una soledad sin nombre». Por eso, aunque intentemos construir un mundo que aleje los fantasmas de la soledad, con redes sociales y aplicaciones que crean la ilusión de estar acompañados a cualquier hora, la realidad es que no podemos –ni debemos– huir de nosotros mismos. La soledad aguarda en cada esquina, entre la almohada y tus sueños, sentada junto a ti en el asiento del autobús o agazapada en una esquina salpicándote de recuerdos. Te acompaña como una sombra, por eso es mejor aceptarla y entenderla. Elegirla, incluso, en muchos momentos.

Como animales sociales, es lógico que el temor a quedarnos solos forme parte de nuestros miedos ancestrales y sea una conducta adaptativa, necesaria para sobrevivir. Pero, ¿qué ocurre cuando el miedo deja de ser adaptativo y se convierte en una fobia colectiva? Ocurre, básicamente, lo que está ocurriendo en nuestros días: se extiende el gusto por el ruido y la obsesión por alejar, de cualquier modo, la sombra de la soledad. La sociedad la ha convertido en tabú y te presiona para que no escuches tu propia voz; para que te pronuncies y posiciones como parte de un bando, en contra de otro; para que encuentres, a cualquier precio, esa media naranja que te completa (como si tú, al estar solo, fueras un ser incompleto). Si quieres disfrutar en soledad y alcanzar cierta independencia, la sociedad te marca, te estigmatiza.

Decía Nietzsche que ser independiente es cosa de una pequeña minoría, el privilegio de los fuertes. Y lo decía porque para alcanzar cierta independencia y libertad hay que abrazar la soledad. Un abrazo necesario, pero duro, difícil. La soledad, como él la entendía, es una virtud con dos caras fundamentales: por un lado, nos permite conocernos y superarnos, viendo nuestro propio ser como una tierra por conquistar; y, por otro lado, nos hace mirar con perspectiva y cierta distancia al grupo, a los otros, a ese rebaño que nos empuja a actuar de una determinada manera y en el que deberíamos integrarnos, desde pequeños, con precaución y mirada crítica.

A medida que va creciendo, el niño va dejando de imitar a los demás para explorar sus propios caminos, para construir sus propias frases; pero hay personas que se mantienen ancladas en esa etapa previa de la vida como repetición. Son adultos que no soportan la soledad y buscan continuamente una distracción que acalle su voz interior. No han aprendido a caminar sin repetir los pasos de otros y necesitan de alguien que constantemente les oriente y les diga lo que deben hacer, sentir, opinar. Cuanto más inseguros se sienten, mayor es la dependencia y la necesidad de pertenencia. Poco a poco, esa tendencia natural a relacionarnos con los demás se va convirtiendo en obsesión por un miedo atroz a perder el rumbo.

Pero la soledad es indispensable para resistir la fuerza del grupo y vivir una vida más consciente y real. Aunque alcanzar la absoluta independencia no deja de ser una utopía irrealizable, la soledad nos permite comprender cuáles son nuestros impulsos y afectos sin la interferencia constante de esa tribu que, como una marea, acaba arrastrando y disipando nuestros gustos, sueños y opiniones. La soledad no es sólo la región desértica que algunos quieren ver. La soledad es también el oasis que nos permite reposar, mirarnos por dentro y sacar lo mejor de nosotros mismos. Si no creas, si no descubres tu propia voz, si no siembras tus propios sueños, ¿qué esperas compartir con los demás?, ¿qué puedes aportar?

Somos individuos y somos sociales. Tal vez, quién sabe, sea en esta doble pulsión en la que radican muchas de nuestras contradicciones. Necesitamos sembrarnos y compartir, regarnos y buscar sombra en los demás. Por eso, si no aceptamos ponernos delante de ese espejo profundo de la soledad, por muy oscuro que parezca, nunca conectaremos con esa imagen nítida, intensa y verdadera que, brotando de la raíz más profunda de nuestro ser, tiende a comunicarse con lo que está afuera.

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