Siempre he sentido predilección por esas personas que, sin recursos ni apoyos, sabiendo que están condenados a perder la batalla, deciden mantenerle un pulso a la vida. Sin caer en el victimismo, sin excusas, buscando la mano del destino mientras miran de reojo, con entereza, cómo el universo nunca conspira para que se cumplan sus deseos (aunque lo afirme Coelho y lo repitan esos gurús de la felicidad más edulcorada).
He tenido la suerte de tener alrededor, orbitando cerca, algunas personas que me enseñaron la belleza de una cicatriz cuando esta viene de una lucha noble y necesaria, interior o exterior. Pienso en amigos, familiares o estudiantes, en gente que se negó a seguir ese camino que le habían impuesto desde niños, y decidió rebelarse, pelear un poco más, aferrarse a los libros o seguir construyendo su mundo, creando, manteniendo la fe en ellos mismos cuando las musas y hasta los dioses la habían perdido. Todos llevan cicatrices. Pero hay una diferencia fundamental entre sus cicatrices y las de la mayoría de las personas: ellos han terminado aceptando, entendiendo y valorando sus cicatrices. Han observado y trabajado tanto sus heridas que son estas las que finalmente han ido iluminando su camino, aportándoles un nuevo sentido a sus vidas.
Hay una palabra en lengua japonesa que siempre me hace acordarme de ellos: Kintsukuroi. No solo es una palabra fascinante, sino un arte que encierra en su interior una filosofía de vida, una cosmovisión basada en la profundidad y la sabiduría, en interpretar el mundo desde los valores del crecimiento personal y la creatividad. Kintsukuroi es el arte artesanal de reparar las piezas rotas de la cerámica, utilizando polvo de plata y oro, con el objetivo de que esa fractura haga que la pieza reparada sea más hermosa que la original. Así, las roturas, las marcas de desgaste, no solo no deben ocultarse, sino que, una vez trabajadas, deben mostrarse con orgullo, porque son la evidencia del crecimiento, una huella en la historia de ese objeto que, con cada nueva cicatriz, se acerca un paso más a la belleza.
Y yo he visto ese brillo dorado tantas veces, esa pátina de plata en la mirada o en la forma de hablar y caminar de algunas personas, que podría reconocerlas en medio de una multitud. Las observo hablar, sonreír, y no puedo dejar de admirar esas marcas, esas cicatrices que embellecen su esencia. No sé si es cierto que con el paso del tiempo uno se vuelve más selectivo, pero es evidente que ya no malgasto mis horas si no puedo profundizar un poco, si no encuentro la forma de ser yo mismo, de aportar y que me aporten, así que hace ya mucho que sigo el rastro de esa estela dorada o plateada que me hace conectar de forma directa con alguien. Esas personas no abundan, por eso es más fácil distinguirlas.
Las piezas rotas suelen provocar que el conjunto pierda su valor, pero, si se recomponen bien, si uno dedica el tiempo suficiente a entender el camino de la herida, su causa y su remedio, uno tiene la oportunidad de convertir ese fragmento dañado en una pieza que le dé al conjunto el valor de lo exclusivo. Nunca olvido, de todas formas, la enorme dificultad del Kintsukuroi. Esas piezas rotas son un arma de doble filo: si no se trabajan de forma artesanal, con dedicación, se desprenden con demasiada facilidad, cortan, e impiden que el resto de piezas encajen bien en tu paisaje; en cambio, si aceptas esa fractura y pones toda tu atención en seguir su trazo, en rellenar el surco con lo mejor de ti, terminas valorando la belleza de esa cicatriz que hará que tu mirada sea siempre tuya, única, diferente.