La independencia norteamericana tuvo un enorme impacto en Europa en el último cuarto del siglo XVIII por distintos motivos. En primer lugar, se había creado un nuevo Estado fuera del continente pero, además, se había producido una revolución. La aprobación de Constituciones en las antiguas Trece Colonias y, posteriormente, la federal de 1787, suponía la ruptura con la metrópoli sobre nuevos presupuestos políticos basados en la soberanía del pueblo, la separación de los poderes y el reconocimiento y garantía de los derechos de los ciudadanos, como quedaba plasmado en las Declaraciones promulgadas. Nacía una República distinta a las que existían en Europa, que eran de marcado carácter aristocrático u oligárquico.
Era imposible, pues, que estos hechos descritos no impactaran en una Europa en plena crisis del Antiguo Régimen, tanto entre los sectores más inmovilistas, bastiones de un sistema en franca bancarrota, como entre los que querían reformarlo en la versión más moderada ilustrada, y, sobre todo, entre las nuevas generaciones impregnadas de las ideas liberales. Para éstos últimos se comprobaba con lo sucedido en Norteamérica que se podía no sólo cuestionar a los poderes establecidos, aunque la Monarquía inglesa no fuera precisamente absolutista, y establecer una alternativa.
La revolución americana fue ampliamente comentada y discutida. Los juicios fueron mayoritariamente favorables y, en ocasiones, brilló por su ausencia un mayor espíritu crítico. Pudieron más las ganas de cambio ante un sistema político muy cuestionado
El modelo norteamericano fue aceptado con entusiasmo por los que querían un cambio real. Se convirtió casi en un mito, que solamente sería remplazado por el de la Revolución Francesa pero, lógicamente, tiempo después.