La Primera Guerra Carlista generó varias consecuencias que deben ser tenidas en cuenta para poder entender gran parte del siglo XIX español, tanto en cuestiones políticas, como económicas.
En primer lugar, hay que señalar que fue un conflicto muy sangriento, generando un alto coste en vidas humanas. Se trató, como bien se sabe, de una guerra civil con un fuerte componente ideológico y de violencia política.
En el plano político, la guerra contribuyó a la definitiva inclinación de la Monarquía española hacia el liberalismo. El agrupamiento de los absolutistas en torno a la causa carlista convirtió a los liberales en el único apoyo al trono de Isabel II. La Reina Gobernadora y luego su hija, sin ser favorables a los aspectos más radicales del liberalismo, terminaron por abrazar esta causa, aunque siempre en su versión doctrinaria o más conservadora.
El reforzamiento del protagonismo de los militares en la política española fue otra repercusión del conflicto. Las guerras carlistas convirtieron a los militares en elementos fundamentales para la defensa del sistema liberal. Los generales (“espadones”), conscientes de su protagonismo e importancia, se acomodaron al frente de los partidos liberales –moderado y progresista-, y se erigieron en árbitros de la política, utilizando, además, el recurso del pronunciamiento.
En lo económico, la guerra generó enormes gastos, que pesaron como una losa sobre la pésima situación de la Hacienda, heredada de todo el proceso de crisis del Antiguo Régimen con lo que supusieron la Guerra de la Independencia y la pérdida de las colonias americanas. Estas dificultades condicionaron la orientación de ciertas reformas, como la desamortización, ya que terminaron por primar las necesidades financieras del Estado sobre las de reforma agraria.
En relación con la cuestión foral, conviene señalar que en 1834 Canga Argüelles había establecido que las provincias vascas y Navarra serían consideradas como “provincias exentas”, llamadas así por las peculiaridades de su sistema fiscal. El Convenio de Vergara respetó los fueros y este especial sistema fiscal pero para terminar con ciertas ambigüedades en 1841 salió a la luz la denominada ley “paccionada”. Se establecía que las diputaciones forales asumirían las funciones de las diputaciones provinciales, creadas por la nueva estructura administrativa del Estado liberal. Pero la ambigüedad, entre el respeto al foralismo y las instituciones vascas y navarra y el centralismo acusado del liberalismo por otro lado, no terminó por resolverse. Se mantuvo una especie de estatus quo, sin sanción constitucional, hasta los intentos centralizadores de Cánovas del Castillo en tiempos de la Restauración.