Los pueblos eslavos de los Balcanes participaron en el surgimiento y desarrollo del nacionalismo en el siglo XIX. En esta zona de Europa el nacionalismo tenía dos importantes adversarios: el Imperio austriaco en el norte y el Imperio turco-otomano en el sur. En 1830, Grecia obtuvo la independencia del Imperio otomano pero éste seguía extendiendo su influencia por casi todos los Balcanes. La mayor parte de los pueblos eslavos eran súbditos de Turquía pero de un Imperio en franca decadencia. Los serbios fueron el pueblo más activo en la zona, fomentando frecuentes y sangrientos levantamientos contra los turcos. Además, intentaron asumir un papel protagonista en todo el mundo eslavo en las luchas nacionalistas de la zona.
Un tercer poder ejercía su influencia en los Balcanes. Nos referimos a Rusia. Era la gran potencia eslava y se consideraba la protectora natural de los pueblos eslavos del sur, tanto por razones étnicas como por motivos religiosos, ya que era el centro del cristianismo ortodoxo. Austria, Francia y Gran Bretaña se oponían al expansionismo ruso en los Balcanes que estaba aprovechando la decadencia turca.
Esta situación compleja explica el origen de la guerra de Crimea (1853-1856), el único conflicto de envergadura que enfrentó a las grandes potencias entre las guerras napoleónicas y la Gran Guerra. En 1853 estallaron las hostilidades entre Rusia y Turquía. Rusia buscaba una salida hacia el Mediterráneo y aumentar su influencia en la zona. Para frenar a los rusos, Francia y Gran Bretaña atacaron la base naval rusa de Sebastopol, en Crimea. Mientras tanto, Austria ocupó una serie de territorios en la desembocadura del Danubio. Ante la presión, Rusia cedió y renunció a sus propósitos. El Tratado de París (1856) reconocía, de hecho, la independencia de Rumanía y de Serbia. El resto de la zona balcánica quedó repartida entre Austria, que controlaría los pueblos eslavos del norte: eslovenos y croatas; y Turquía que seguiría dominando a Bosnia, Herzegovina, Montenegro, Albania y Macedonia.
Pero este reparto sería cuestionado por los distintos nacionalismos generados en todos estos pueblos. La cuestión de Oriente se convirtió en una de las mayores amenazas para la paz, y fue, sin lugar a dudas, determinante entre las causas que llevaron al estallido de la Primera Guerra Mundial.
La guerra ruso-turca (1877-1878) surgió por la rebelión de algunos pueblos eslavos, apoyados por Rusia, contra los turcos en Bosnia y Bulgaria. Rusia impuso el Tratado de San Stefano. La principal consecuencia del mismo fue la independencia de hecho de Bulgaria, que incorporó gran parte de Macedonia. También se reconocieron las independencias de Serbia, Rumanía y Montenegro.
Pero este Tratado no convencía a británicos ni a austriacos, muy preocupados por el poder que había adquirido Rusia a través de Bulgaria, por lo que consiguieron que se celebrase el Congreso de Berlín en 1878. En el Congreso se decidió que se respetasen las disposiciones sobre Bulgaria, Serbia, Rumanía y Montenegro pero se hicieron otras modificaciones. Gran Bretaña recibió Chipre y dejó claro que sostendría al Imperio turco. Los austriacos obtuvieron la administración de Bosnia-Herzegovina. Pero el Congreso no solucionó definitivamente los problemas. A partir de 1908 se producirá una sucesión de crisis balcánicas que desembocarán en la Primera Guerra Mundial. Las ambiciones expansionistas de los nuevos estados y la mezcla de pueblos en el Imperio turco y en el Imperio austro-húngaro presionaban con fuerza.