Imagina que, como ingeniero, te encomiendan el diseño de una red de ferrocarriles en un país gigantesco, inabarcable, como Australia. Cuando comienzas a realizar los primeros bocetos, te encuentras con un problema inesperado: aunque no puedas verlos, los nativos del lugar te cuentan que por aquí y por allá hay caminos invisibles, senderos sagrados, huellas de los antepasados que no se pueden profanar. No importa lo que tú creas, porque ellos, hijos legítimos de aquella tierra mágica, sí pueden ver esos caminos a los que llaman Trazos de la Canción. Tú, que has sido educado en una sociedad en la que «lo que no se ve, no existe», no das crédito a lo que te están contando, pero no quieres escándalos ni destruir ningún lugar sagrado, por lo que solicitas un estudio topográfico para ver por dónde pasan esos senderos. Y llega el siguiente problema: toda la tierra de ese imponente lugar, cada piedra y cada cueva, cada animal y cada fuente de agua, cada metro de aquel desierto rojo y cada planta son sagrados para los aborígenes y le dan sentido a la Canción. Profanarlos sería como borrar una estrofa; una melodía perdida para siempre en la Canción de la Vida.
Esta y otras historias reales, fascinantes, me he encontrado en esa magnífica obra sobre nomadismo y cultura aborigen australiana que dejó Bruce Chatwin en Los Trazos de la Canción, y a la que llegué, a su vez, recorriendo el sendero que Manuel Rivas dibujara en El pueblo de la noche. Porque, si algo tienen en común los libros con esos senderos sagrados de Australia, es que aquellos también dibujan un trazo sinuoso repleto de huellas que, si aprendes a interpretar, te llevan de la mano a otros lugares asombrosos, vedados para los demás.
Hipnotizado por esos caminos invisibles, he estado leyendo algunas narraciones y mitos de los nativos australianos (tal vez las narraciones más antiguas del mundo), confirmando, una vez más, que la mitología de cada cultura es siempre una recopilación hermosa de valores y sentimientos universales, que escapan al tiempo y desvanecen las fronteras. En los mitos australianos de la Creación, se cuenta que, durante la Era de los Sueños (Tiempo del Ensueño para algunos traductores), unos seres totémicos iban deambulando por la tierra mientras cantaban el nombre de todo lo que encontraban a su paso (pajáros y montes, lagos y rocas, plantas y animales), dándole vida al mundo a través de su canto. Así, cada tribu heredaba, en propiedad, un tramo de tierra por el que discurría la Canción. El tótem de cada tribu, que podía ser un canguro, un lagarto o un emú, y con el que estarían para siempre hermanados y en comunicación a través de los sueños, había esparcido una huella de palabras y notas musicales que los nativos tenían que cuidar y mantener con el fin de evitar que la vida se apagara para siempre.
Claro que no todo iba a ser tan idílico. Lo que pasó en Australia con los aborígenes cuando llegó la colonización no es distinto a lo que ha pasado y seguirá pasando en otros lugares del mundo. Dos visiones chocan y, ante la imposibilidad de asimilación cultural, una impone las reglas de un juego al que la otra no puede adaptarse. Los nativos australianos, si querían jugar, estaban obligados a romper su equilibrio, a desligarse de la naturaleza, a olvidar su Canción… En un mundo que ya no sienten suyo, sin esos versos que dan sentido a cada uno de sus pasos, se verán abocados a la depresión, al suicidio, al alcoholismo y la miseria.
La mitología siempre tiene algo que enseñarnos. Y a nosotros, que nos autodenominamos la cima del progreso y la civilización, no deja de recordarnos esa ceguera elegida con la que vamos borrando todo aquello que no sabemos mirar. Por eso me alegra, por más que me encante la fotografía, que aún queden lugares que no se pueden fotografiar desde esa mirada superficial y viral tan nuestra. Espacios que esquivan ese turismo voraz de gatillo fácil y modas pasajeras con el que vamos inundado cada rincón del planeta. Me reconforta saber que quedan senderos que solo pueden sentirse y oírse, como los Trazos de la Canción, cuando crees en el poder de las palabras; palabras con las que un ser majestuoso, una vez, fue sembrando de vida la tierra, el cielo y el mar a cada paso. Y es que hay caminos, nos guste o no, que solo aparecen en tu paisaje cuando respetas profundamente la mirada de una cultura que sí aprendió a dar color, música y forma a las huellas invisibles de sus antepasados.