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Vie. Abr 19th, 2024

Luciérnagas

Gabriel UrbinaTengo que reconocer que hay personas por las que siento predilección y a las que admiro de una forma particular. Son aquellas que, a pesar de las circunstancias desfavorables, a pesar del contexto y la presión social, han sabido transformar en belleza toda la oscuridad que les rodeaba. Seres que, como luciérnagas en medio de la noche, han sido capaces de crear desde dentro la luz que no encontraban fuera para iluminar su camino y, de paso, el de aquellos que estaban alrededor.

Pienso en personas cercanas, familiares y amigos, y también en escritores, pensadores y artistas que me han marcado profundamente. Pienso en Miguel Hernández escribiendo las nanas más hermosas que nunca se escribieron en medio de una cárcel inmunda, enfermo y solo. Pienso en Frida Kahlo aliviando de colores el profundo dolor de sus huesos y su alma. Pienso en un Beethoven que se va quedando sordo lentamente, y le corta los pies al piano, desesperado, para tratar de captar la vibración de la música desde el suelo… Y podría seguir llenando líneas con un Van Gogh pintando estrellas temblorosas entre la miseria, la locura y el arrepentimiento; con las líneas de Emily Brontë, marchitándose joven bajo las cumbres borrascosas de su época. Y pienso en Nietzsche y en Borges, en Reinaldo Arenas y en Víctor Jara.

Hay una tendencia generalizada a considerarlos genios (y no seré yo quien lo niegue), tocados por el mágico don de la creatividad o por el amor exclusivo de las musas. Sin embargo, detrás de esa consideración, percibo a menudo un intento de esconder la mediocridad, la superficialidad absoluta que inunda todo lo que nos rodea. Imagino que es fácil (y simplista) despachar la perseverancia y el inmenso trabajo de una de esas personas etiquetándolas como genios para pasar rápidamente a otro tema. Incomoda menos comparar nuestro paso monótono, nuestra inercia, con los referentes que nos ofrecen cada día los medios de comunicación, y dejar en el olvido el camino de esas personas que quisieron mirar y sentir la vida de otro modo.

En la Antigüedad, la fuerza y el destino de los héroes conmovían más al público que la suerte de los dioses. Aquellos eran de carne y hueso, mortales, y su sufrimiento era reconocido por un público que empatizaba fácilmente con sus miedos y obsesiones. Por eso me parece justo reivindicar la mortalidad, la humanidad de esas personas que dedican su energía, día y noche, a hacer de este mundo un lugar más habitable, más libre y luminoso. Esas personas, que se alzan por encima del resto para esclarecer el rumbo con una idea, una pintura o un poema, no son dioses, ni héroes. Lo verdaderamente admirable es precisamente que son frágiles y humanos como cualquiera de nosotros. Sufren y padecen, a veces de forma extrema, como cualquiera de nosotros. Sin embargo, ellos renacen con ese impulso de luz que les hace cuidar con esmero una melodía, la mezcla de un color o la palabra escrita en medio de la oscuridad en la que a veces les toca vivir.

Ninguna musa, más allá de las personas de carne y hueso que alientan su paso cuando están sin fuerzas, los visita en exclusividad. Tampoco son dueños del tiempo para multiplicar las horas. Son, simplemente, personas que han decidido que su existencia vaya más allá de dormir, comer y procrear; que merece la pena exponerse a la crítica de los demás, para crear y compartir, por encima del olvido y los prejuicios. Por eso me da rabia que los medios de comunicación no estén más interesados en mostrar su ejemplo, a diario, a muchos de esos jóvenes que hoy buscan sus referentes entre tronistas de cualquier programa infame o entre millonarios analfabetos.

Dicen que las luciérnagas están desapareciendo y que no es fácil distinguirlas, durante el día, de cualquier otro insecto. Sin embargo, basta con esperar la llegada de la noche, cuando el mundo parece esconderse, paralizado por la oscuridad insondable, para contemplar el camino de esos seres que, siguiendo un instinto sorprendente, son capaces de dejar sobre el tiempo el trazo de su luz.

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