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Resilientes, no superhéroes

Por Gabriel Urbina Mar 2, 2019
Gabriel Urbina

Siempre he valorado a las personas resilientes, esas que, con su fuerza de voluntad, te muestran cómo se construyen puentes con el mismo fango que les llega hasta las rodillas. La resiliencia es, para mí, la luz más intensa y bonita que puede desprenderse de alguien. Por eso me molesta tanto leer, cada vez con más frecuencia, artículos y reportajes en los que se compara la resiliencia con una especie de poder sobrenatural que reciben, como si fuera un don divino, determinadas personas. Se emborrona así, en mi opinión, el brillo de esa luz que ellas mismas sembraron. Porque si una persona resiliente merece especial admiración en esta época de victimismo contagioso y referentes ridículos es, precisamente, por ser de carne y hueso, por no ser ningún superhéroe.

La vida, como la luna, tiene un lado que riela sobre el mar reflejando la luz de un sol lejano. Pero tiene también, al otro lado, una parte mucho más oscura y fría, donde la luz hay que buscarla dentro y los seres humanos se dividen con más facilidad en dos grupos polarizados: los que buscan excusas para entrar en el letargo y los que luchan por salir de ese lado oculto en el que les tocó nacer o vivir. Los primeros suelen adormecerse rápido, escuchando el murmullo de la inercia y esperando que algo o alguien les rescate de una prisión tan sombría como cómoda; los segundos saben que empieza un camino que tal vez no tenga fin, repleto de lucha y sacrificio, pero con una recompensa infinita: mirar a la vida cara a cara, a los ojos, y echarle un pulso para que te traduzca al oído los misterios de su idioma.

Las personas resilientes no tienen, como digo, poderes sobrenaturales, y eso hace más admirable su capacidad de superación. Tampoco nacen del encuentro de unos dioses poderosos (más bien al contrario), y tienen que acostumbrar la mirada, desde niños, a esos abismos que la vida les colocó alrededor para buscar, por cualquier rincón, un aliento luminoso con el que seguir adelante. Las personas resilientes, como cualquier otra, sienten miedo y soledad, lloran y se derrumban, pero hay algo en su forma de entender el mundo que les hace renacer y levantarse con más fuerza, con más intensidad.

Cuando me canso de escuchar las excusas más disparatadas de algunos estudiantes para justificar por qué no han realizado cualquier actividad, a veces aprovecho para mostrarles unas imágenes que llevo siempre conmigo: en una, una niña de doce o trece años lleva en brazos a su hermana pequeña y una mochila al hombro, camino del colegio, cruzando asustada un puente colgante que corta la respiración sobre un río enfurecido; en otra, un niño de unos diez años, de rodillas en el suelo, realiza los deberes sobre un banco miserable, de noche, bajo la luz de una pálida farola y en uno de esos barrios en los que la banda sonora cotidiana son los gritos, las sirenas y los disparos. Basta con tres o cuatro imágenes para que capten el mensaje. No es necesario explicar mucho porque automáticamente comprenden que esos niños tendrían más excusas que ellos, que tú y que yo, para justificar cualquier opción: por qué no estudian, por qué son violentos, toxicómanos, delincuentes, analfabetos, terroristas, o por qué se sienten simples víctimas y despojos de una sociedad injusta; sin embargo, esos niños no lo hacen. No buscan excusas para rendirse. Son resilientes y han elegido echarle un pulso a la vida. No se quedan esperando a que los astros se alineen para corregir su destino y se niegan a dejar de soñar, aunque para alimentar sus sueños tengan que tragarse primero, hasta vomitarlas, unas cuantas tormentas.

La resiliencia, por mucho que digan los nuevos gurús de la felicidad, no es innata ni gratuita. Es una elección y, como todas, tiene consecuencias positivas y negativas. Deja cicatrices, levanta muros y moldea la personalidad como un mar sobre la arena, pero a cambio ofrece colores para pintar aquellas regiones en las que todo era negro o, como en la película de Daniel Sánchez Arévalo, de un azul oscuro casi negro. Por eso, a los que deciden hablar o a escribir sobre personas resilientes, a los que desean acercarse a su mundo, les diría que intentaran conocer sus motivaciones, sus luchas, sus deseos y sus sueños. Si no están dispuestos a entender la complejidad y el coste de ese impulso que les nace de dentro, es mejor que se echen a un lado y no simplifiquen su mundo. Como la luna, las personas resilientes seguirán su rumbo, ya sea con la ayuda de un sol lejano o detrás de un eclipse que oscurezca el camino, pero no merecen que nadie les atribuya un poder sobrenatural, inventado, que sólo sirve de excusa a esta sociedad mediocre para explicar por qué unos duermen mientras otros luchan por sus sueños.

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