Acabas de nacer y, como el significado que encierra tu nombre, Vida, solo necesitas abrir los ojos para que a tu alrededor se iluminen las sonrisas y se diluyan los miedos. Como ese bebé que trataba de arrancarle la mascarilla al doctor que le había ayudado a nacer, y que ha dado la vuelta al mundo, vas dejando por aquí y por allá un rastro de aire limpio, un sabor a vida nueva que es capaz de acompasar en la distancia los latidos de aquellos que te miramos asombrados, hipnotizados, sin terminar de creernos que en este mundo extraño y turbio tenga cabida, en ese cuerpo minúsculo, tanta belleza, tanta alegría.
Todavía queda un tiempo para que pueda tenerte entre mis brazos, jugar contigo, dormirte con un cuento… Pero ya te has metido en ese primer plano del pensamiento. Sin querer, eres tú la que vas deshojando días sobre este otoño que te ha visto llegar. Y el otoño, desde que naciste, te pide permiso antes de descorrer las cortinas de la mañana o colorear las nubes de la tarde. Ya no imagino hoja ni flor que no quieran escapar con el viento y arremolinarse en tu piel; y hasta Morfeo, el dios de los sueños, ha terminado rindiéndose a tus ojos sedientos de luz, a tu mirada transparente, dejando que seas tú la que decida ahora cuándo se duerme y cuándo no.
Pueden parecerte pocos los días que llevas con nosotros. Sin embargo, como Ariadna, llevas dentro de ti el hilo que nos rescata de cualquier laberinto y nos enseña cómo nace y se expande el universo: diminuto antes de estallar; infinito después. Como tú. Como tu cuerpo. Repleto de huellas de historias pasadas, pero siempre nuevo; armonizando el caos con ese baile limpio y preciso de los planetas, de tus pestañas. Los astros, allá arriba, dibujando en el cielo la caligrafía exacta de los dioses; la orilla de tu sonrisa, aquí abajo, eclipsando en su trayecto lunas y soles. Los satélites orbitando alrededor de nuestro mundo con la misma exactitud con la que la felicidad más simple gravita sobre tu respiración.
Tiene que ser verdad que la sangre se dispersa como esos ríos que, naciendo en el mismo mar, van encontrando su propio camino. Si antes estaba contenida en este rincón del sur, ahora mis sobrinos vais viendo la luz bajo nuevos horizontes, y tocáis con los pies y los labios otras playas, otros acentos. Savia nueva para un árbol que necesitaba beber de otros lugares, de otros vientos y otras lluvias. Por eso, Zoe, la palabra tito nunca sonará tan bonita como en vuestra voz, esa voz capaz de corregir, con su eco lejano y próximo, algunos de los renglones torcidos que los adultos nos empeñamos en repetir.
La vida sigue empujando con fuerza y se abre paso entre los titulares alarmantes, las restricciones y los miedos. La vida huele con más intensidad que los geles hidroalcohólicos y suena nítida en medio de todo este ruido confuso. Cuando ella asoma, cuando tú apareces, el tiempo se detiene y entonces, como por arte de magia, el mundo se descompone y nos ofrece la oportunidad de reordenarlo de nuevo, colocando en su sitio cada pieza: las más importantes, al centro. Dicen que no es buena época para asomarse al mundo. Pero eso, pequeña, no va contigo. Tu nombre es la vida que viene a arrancarnos las mascarillas y las preocupaciones; la vida que, desde el centro, a base de sonreír, respirar y sentir, disipa todo aquello que no es suficientemente hermoso, suficientemente importante como para hacernos perder el tiempo. Bienvenida, Zoe, te estábamos esperando.