En 1960, la brillante psicóloga Mary Ainsworth desarrolló una técnica para analizar los distintos tipos de apego que se dan en los bebés. La herramienta, que se conoce como situación extraña, sigue siendo fundamental para estudiar ese intenso vínculo emocional que puede marcar para siempre la forma de relacionarse y sentir de cualquier persona.
En la situación extraña, un bebé experimenta diferentes sensaciones en una sala de juegos de la que van entrando y saliendo, en distintas fases, su madre y un adulto desconocido. Así, los momentos en que el niño se separa de su cuidadora, se queda a solas con el extraño o se reencuentra con su figura de confianza provocan reacciones que definen el tipo de apego que habría ido desarrollando en sus primeros meses de vida. En el denominado apego inseguro, posiblemente el más nocivo, el bebé siente una enorme ansiedad. Está en alerta constante y ni siquiera el regreso de su madre hace que se sienta más tranquilo. La separación, el reencuentro, la cercanía de un extraño o la soledad son percibidos como amenazas, y el pequeño no puede explorar la sala, jugar en libertad o interactuar tranquilamente… En definitiva, el bebé no puede saborear el presente porque su mente no se lo permite.
Estaba pensando en lo terriblemente abrumador que debe de ser para un bebé sentirse desprotegido, amenazado, desde sus primeros pasos. Pensaba en Mary Ainsworth y en esa técnica que se convirtió en uno de los pilares de la Psicología del Desarrollo, cuando imaginé cómo sería el experimento si sustituyéramos a bebés por adultos y la sala de juegos por un día cualquiera en nuestra vorágine cotidiana. Ni siquiera tendríamos que cambiar el nombre, porque nada define mejor el tipo de sociedad que hemos construido como el de una interminable situación extraña. Me pregunto qué pensaría Mary Ainsworth si pudiera mirar ahora, desde ese cristal que le servía para observar y anotar las reacciones de los niños, a tantos adultos que viven cada día en un estado de alerta permanente.
Basta con encender la televisión, leer los periódicos o navegar unos minutos por las redes sociales para comprender por qué hay cada vez más personas que no pueden escapar de ese sentimiento de amenaza e inquietud. Todo está contado para crear miedo y mantenerlo. Palabras como riesgo, muerte, alarma o crisis han ido socavando nuestras conversaciones. Los informativos abren y cierran con datos escalofriantes y los sonidos e imágenes que acompañan cada noticia son cada vez más truculentos e inquietantes. Y nuestra mente, que por una simple cuestión de supervivencia tiende a prestar más atención a lo negativo, a lo que percibe como amenaza, tiene a su disposición, desde que nos levantamos, su sobredosis de oscuridades diarias.
¿Y qué le ocurre a un adulto cuando vive en ese estado de alerta permanente? Pues ni más ni menos que lo que siente un bebé de apego inseguro en el experimento de Ainsworth: que no puede jugar ni explorar; que focaliza su mirada en esa puerta amenazante (su propia vida) por la que entran y salen personas que no alivian su carga. El adulto, como el niño, deja de experimentar y de vivir, sobrestimulado por esas infinitas posibilidades inquietantes que revolotean alrededor y en su interior.
Si es terrible observar cómo el miedo aprisiona a niños cada vez más pequeños, no es menos preocupante saber que la ansiedad de los adultos se ha transformado en un negocio enormemente lucrativo. A una sociedad de consumo le sienta de maravilla que el temor se expanda y la ansiedad social se convierta en una pandemia invisible para la que no se desarrollan vacunas. Con los medios de comunicación convertidos en fuentes de difusión privilegiadas del miedo, no es extraño que farmacéuticas, multinacionales y gurús de la felicidad se froten las manos. El uso de medicamentos no deja de crecer año tras año. Las compras compulsivas junto al entretenimiento rápido y fácil funcionan como anestesias temporales y la situación extraña, desgraciadamente, es un negocio que se hace cada día menos extraño. ¿Habrá cura? No parece fácil y tampoco llegará de ningún laboratorio. Si existe una vacuna, esta se encuentra, sin duda, dentro de cada uno de nosotros.