Llegaron las fechas amadas y odiadas, esperadas y temidas, de la Navidad. Llegaron esos días en los que las sonrisas de algunos rostros contrastan con la angustia de muchos otros que llevan la mochila cargada de pérdidas y recuerdos. Son días de reencuentros en los que la distancia duele un poco más; días de consumo en los que la pobreza hiere con saña; son días en los que la presión por mostrar alegría y felicidad, en definitiva, puede hacer que algunas personas se sientan aún más tristes, aún más solas. Sin embargo, basta observar el rostro de un niño para entender también que hay algo de esa magia que no terminará de apagarse nunca, a pesar de las noticias de muerte y destrucción con que despertamos cada día, a pesar de la superficialidad con que marcas y comercios tratan de envenenar la ilusión sencilla y profunda de compartir un paseo, de preparar un regalo, de celebrar un reencuentro, y a pesar de que la propia Navidad, ella misma, se vaya llenando cada año de ausencias y olvidos.
Los recuerdos, como mostraba ese personaje eterno que creara Dickens para su Cuento de Navidad, el Fantasma de las Navidades Pasadas, son un arma de doble filo. Pueden dibujarte una sonrisa con la misma rapidez con la que pueden borrártela. Porque un recuerdo, al fin y al cabo, es un viaje de ida y vuelta. Tiene la capacidad de sacarte de tu presente para llevarte a otro momento y otro lugar. Las personas que te rodean, sus palabras y tu propia imagen irradian esa luz mágica que tú mismo has ido alimentando en tu memoria —un recuerdo se construye siempre con una parte de realidad y otra de invención—. Pero ese recuerdo acabará devolviéndote, inevitablemente, al momento actual, y en este presente la distancia entre lo que fuiste y lo que eres, entre lo que viviste y lo que vives, puede hacer que tu mundo se tambalee en un instante.
El Fantasma de las Navidades Pasadas es el primero que visita a Scrooge, y será él quien siembre en el protagonista la semilla del cambio y la esperanza, aunque regando primero la dolorosa planta del remordimiento, inseparable de aquella. Le mostrará su niñez y su adolescencia, le mostrará Navidades en las que el protagonista tenía otras prioridades, las lecturas en la amarga soledad de su infancia, los momentos felices con su hermana pequeña, Fanny, ya fallecida, su relación perdida con Belle… Le mostrará a Scrooge otro Scrooge que se ha ido diluyendo en el trabajo y la ambición desmedida, y el protagonista no podrá soportar la distancia que le separa de su yo pasado.
Ese primer fantasma está tan perfectamente dibujado en la obra de Dickens que ninguna adaptación cinematográfica ha sabido pintarlo con esta extraña mezcla de niño y anciano, con esa voz lejana y cercana, o con esa fantástica indumentaria con la que mostraba que era dueño del invierno pasado, pero también la esperanza de nuevas estaciones: «Empuñaba una rama fresca de verde acebo y, contrastando singularmente con ese emblema de invierno, llevaba el vestido salpicado de flores estivales».
El protagonista se irá moldeando con nuevas visitas, con otros fantasmas, pero es el primer fantasma el que atravesará la mirada gélida de Scrooge para devolverle el brillo de una vida real y presente, de una vida difícil pero apasionante, capaz de salpicar de tristeza o alegría la existencia de otras muchas personas alrededor. Será con este fantasma con el que empiezan a florecer los cambios fundamentales en el invierno largo que representará Scrooge hasta su llegada.
Reconozco que no es fácil, de mayor, mantener viva esa llama que nace cuando eres niño y la memoria apenas guarda las imágenes de los primeros años. Sé que cada vez se hace más difícil sostener la mirada a ese fantasma que viene a llenar tu espacio con los recuerdos de otras Navidades, con otros lugares y otras personas que se desvanecieron en el tiempo. Sin embargo, trato de recordar siempre que cuando nos visita ese fantasma que una vez visitó a Scrooge no lo hace para torturarnos con el recuerdo de un tiempo mejor, sino para recordarnos que sufrimos y añoramos porque estamos vivos, porque esa llama aún no ha muerto, y que esta Navidad, esta que tenemos delante de nosotros, es la única real. Por eso hoy quiero dedicar estas líneas a los que llenáis mi presente, con mis mejores deseos y con la esperanza de que este invierno que acaba de comenzar os regale, como la ropa y la luz de ese fantasma formidable, la semilla de una ilusión renovada.