Ahora que regresan con fuerza las sombras que hablan de muros y expulsiones; ahora que desayuno con discursos cargados de odio y de racismo, necesito un poco de luz que nivele la balanza cotidiana. Tengo la suerte de saber, desde pequeño, dónde encontrarla —al menos dónde buscarla, que no es poco—. Así que remuevo el cajón de la literatura, de la poesía o del flamenco —se me suelen mezclar— y ahí están los versos capaces de borrar fronteras, los mensajes que van devolviendo la calma tras la tempestad confusa de algunas mañanas. En estos días de imágenes y alegatos inquietantes, que activan en la memoria las huellas de pesadillas pasadas, vuelvo una y otra vez a un poema luminoso: la «Balada de los dos abuelos». La escribió Nicolás Guillén y la cantó la voz larga de Morente. En mi opinión, es el himno más hermoso que jamás se ha escrito a la bandera sin color del mestizaje.
El poeta cubano, sin dejar de lado el amor por el ritmo y la musicalidad del que impregnó toda su poesía, levanta en este poema un monumento de integración tan poderoso que debería presidir cada encuentro internacional, cada discurso político. La balada de Guillén, que no deja de ser un homenaje a sus antepasados, acaba convirtiéndose en un canto a una tierra formada por teselas dispares, como un mosaico de dolor y sangre, en la que el odio del blanco y del negro, los abuelos, solo puede disolverse bajo la mirada agradecida del nieto mestizo.
Morente, el genial cantaor que rompió con su voz prejuicios y fronteras, el que tomó de la mano a la poesía culta, inaccesible, y la paseó por el Albaicín y los patios de vecinos, para que jugaran con ella los niños pobres y la admiraran los ancianos analfabetos, no pudo resistirse a un poema cuyos versos caminaban como él: derribando muros. El maestro granadino, que había bebido de las raíces más hondas del flamenco, encontró en estas estrofas una savia con la que seguir alimentando un árbol de raíces ancianas y ramas nuevas. Y así, desde Camagüey a Granada, desde Granada a Camagüey, sigue sonando este poema que mezcla el cuero y la armadura, el resplandor de una luna redonda y los galeones, para crear un espacio en el que el universo del blanco y del negro, al fin, se acaben encontrando en el descendiente mestizo. Cada verso, cada estrofa, es una postal de metáforas e imágenes oníricas; un paisaje pintado con la intensidad de quien lo ama y añora:
África de selvas húmedas
y de gordos gongos sordos…
—¡Me muero! (Dice mi abuelo negro).
Aguaprieta de caimanes,
verdes mañanas de cocos…
—¡Me canso! (Dice mi abuelo blanco).
Orgulloso de sus raíces, de ser el fruto de la mezcla y el encuentro, de la superación de los prejuicios y los miedos —¿es que alguno de nosotros no lo es?—, Guillén deja un retrato formidable de esos abuelos. Con pinceladas libres, precisas, va resaltando sus diferencias:
Pie desnudo, torso pétreo
los de mi negro;
pupilas de vidrio antártico
las de mi blanco.
Luego, tras esas aparentes diferencias, el poeta los va dibujando similares en lo esencial: en los sueños y el deseo, en el llanto y la alegría. Y acaba juntándolos para que se abracen en el recuerdo:
Yo los junto.
—¡Federico!
¡Facundo! Los dos se abrazan.
Los dos suspiran. Los dos
las fuertes cabezas alzan;
los dos del mismo tamaño,
bajo las estrellas altas;
los dos del mismo tamaño,
ansia negra y ansia blanca,
los dos del mismo tamaño,
gritan, sueñan, lloran, cantan.
Sueñan, lloran. Cantan.
Lloran, cantan.
¡Cantan!
Cada uno se aferra a lo que quiere o puede para no perder la esperanza. Cuando veo determinadas noticias y escucho a ciertos políticos, cuando en las redes sociales la ignorancia se hace viral, me gusta apagar la luz, bajar el volumen del mundo y subir el de esta balada infinita. Y entonces sucede la magia: dos seres inmensos que ya no están entre nosotros, Morente y Guillén, me regalan este canto de superación, de mestizaje y de respeto. Y sí, aunque los muros sigan construyéndose fuera, pienso que los más importantes son los que nos fabricamos por dentro. Entonces dejo que suenen esos versos finales y recuerdo que hay algo mucho más alto que cualquier muro: el deseo de superarlo bajo las mismas estrellas.