Nací en Cádiz y he pasado parte de mi vida en La Isla, por lo que he escuchado muchas veces que, por este rincón de la Bahía, sobrevuela un maleficio terrible: ni Ayuntamientos ni Administraciones se han preocupado nunca por la cultura, ni por sus artistas, escritores o músicos. A menudo escucho que, si aquel pintor o aquel cantaor hubieran nacido en otro lugar, en otro país, todo giraría en torno a ellos, pero aquí se les ignora. Y yo no lo dudo. Sin embargo, siempre he pensado que en estos lugares reina un maleficio aún peor: el pueblo, que critica con dureza todo lo que no se hace, pocas veces valora, admira y comparte lo que sí se hace, y acaba menospreciando, como muchos gobernantes, el esfuerzo y el talento de esas personas que han elegido pelear creando, construyendo.
Hoy quiero centrarme en esas personas. Por eso, como ya se sabe que no hay maleficio que resista el poder de un cuento, voy a contarles el comienzo de uno. Debería empezar diciendo, como manda la tradición, érase una vez, pero la vez de este cuento es ahora, porque acaba de nacer, y por eso el final está aún por escribirse. En lo demás, trataré de respetar el canon, nombrando a reyes, guerreros y magos, narrando maleficios y conjuros en una historia en la que no falta el hada madrina ni el baile de redención.
Se acaban de cumplir veinticinco años desde que Camarón, el rey de este cuento, decidió que fuera el pueblo el que siguiera avivando la llama de su voz. Parecía que el pueblo y sus gestores, como había ocurrido otras veces, iban a dejar que el olvido arañara con sus garras el legado de ese genio irrepetible. El maleficio sería inevitable y llegaría como llegaba siempre, con promesas vacías, o en silencio, bajo una luna maldita, adormeciendo a los ciudadanos que seguían como sonámbulos la estela invisible de la indiferencia.
Pero en todos los cuentos hay gente que rechaza caminar dormida. Así, un pequeño grupo de personas, intuyendo lo que iba a ocurrir, decidieron entregarse y detener el avance implacable del olvido. Ahí estaba Chico Javier, peleando incansable junto a la gente de La Fragua, con Lolo Picardo, Carmen Mateos, Juan Silva, Antonio Jiménez, Chico Cárdenas y tantos otros. Lo primero que hacía falta era un conjuro, palabras que al pronunciarse brillaran en la oscuridad y despertaran al pueblo. Así que Juan Antonio Iglesias, Trysco, y Carlos Rey, los que más saben de conjuros y hechizos en este reino, compusieron uno al que llamaron Tacón de los cabales. Y dejaron en él, para que nadie lo olvidara, una melodía de arena y sal que, como la marejada, hacía revivir en cada ola, en cada verso, los latidos de Camarón, despertando con ellos sus sueños y sus miedos, sus sombras y su luz.
Sin embargo, como en todos los cuentos, la maldición es siempre más fuerte que el deseo. Solo si la ciudad bailaba y cantaba al unísono, bajo el amanecer, el olvido se iría disipando entre recuerdos. Hacía falta, por tanto, una garganta para guardar el conjuro y alguien que enseñara un baile capaz de unir a gente de todas las épocas y lugares. María La Mónica apareció, como aparecen las hadas madrinas, para cantarlo; y Antonio Canales, ese trianero cañailla, dibujó en el aire un baile para que toda una ciudad, y hasta su puente y su mar, vibraran juntos entre salinas y esteros. Así fue como este homenaje al cantaor universal se fue llenando de paisajes y personas. La canción se fue transformando en himno y Academias de Cádiz, de El Puerto, de Chiclana o de La Isla sembraron el viento con su compás, y comenzaron a llegar frutos desde Pekín o Argentina. Antonio Mota, uno de los magos, decidió unir las piezas de este rompecabezas milagroso. Ignacio Escuín, el otro brujo, prometió detener el tiempo con su cámara, para que los que están y los que se fueron pudieran compartir ese momento.
Hace dos días se presentó en el Centro de Congresos este conjuro repleto de ilusiones y esfuerzos. Si despertar nunca fue fácil, seguir dormidos nos hace cómplices del maleficio. Como decía Saramago, «los hombres, en tanto que ciudadanos, tenemos la obligación de abrir los ojos». Ya habrá tiempo para criticar lo que no se hizo o se pudo hacer mejor. Ahora es momento de poner en valor lo que se está haciendo. Yo, que no conozco el final de este cuento, pediré un deseo: ojalá termine como terminan otros cuentos y podamos imaginar a Camarón, al fin, enamorándose para siempre de su tierra.