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Vie. Nov 22nd, 2024

Gabriel UrbinaHay letras tan directas que se parecen a la conversación con un amigo o al consejo de un hermano. Hay canciones que escapan de una partitura para dibujarte las notas desde dentro, a medida, con la forma y la cadencia exacta que solo caben en ti. Una de esas canciones, para mí, es la Canción de las simples cosas, de César Isella y Armando Tejada —o de las cosas que importan de verdad—. Ya sea en esa garganta inmensa de Mercedes Sosa, en el timbre desgarrado de Chavela Vargas o en el quejío largo de Diego, El Cigala, es una de esas canciones que, si te detienes a escucharla, te acaba atrapando. Estos días la escucho una y otra vez en la voz de Joaquín de Sola, acompañado por la guitarra de Jorge Giuliano, y me encanta que sea ella la que descorche ese disco formidable: De Buenos Aires a Cádiz.

El comienzo ya advierte como advertiría un padre a un hijo, con una de esas comparaciones que desnudan tus defensas: «Uno se despide, insensiblemente, de pequeñas cosas / lo mismo que un árbol que en tiempo de otoño se queda sin hojas». Ese primer verso ya critica de forma contundente nuestra forma de caminar por el mundo, incapaces de entender que, precisamente, esas simples cosas de las que nos vamos despidiendo, sin prestar atención, son realmente las más grandes, las que acabaremos añorando el resto de nuestra vida. Luego viene la que para mí es una de las descripciones de la tristeza más sencillas y bonitas que he escuchado nunca, porque la belleza no está reñida con nada cuando aprendes a mirarla, ni siquiera con la nostalgia o la amargura: «así la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas, / esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón».

Como esas canciones que nacen para ser eternas, la Canción de las simples cosas aborda de una forma sencilla nuestros mayores sueños y temores, y habla de cómo esos lugares en los que fuimos felices se van llenando irremediablemente de ausencias, de cambios, y van dejando de reflejarse en el espejo de nuestros recuerdos. También nos cuenta por qué abandonar el presente, por unas expectativas futuras, es a menudo alimentar esa fuerza destructora del tiempo.

Sin embargo, la Canción de las simples cosas no se queda en ese cruce donde el pasado se encuentra con la pérdida y la nostalgia, sino que se ilumina como un himno al carpe diem, empujándote a disfrutar del momento presente: «Demórate aquí, en la luz mayor de este mediodía». Utilizar el verbo demorarse en este preciso momento, y no otro, es una de esas genialidades que pueden llegar a hipnotizarme. Demorarse no es pararse o adormecerse. Demorarse es actuar sobre el tiempo, entorpeciéndolo, dilatándolo, luchando en una batalla que acabaremos perdiendo pero que no deja de ser una síntesis perfecta del sentido más radical de la vida: arrebatarle al tiempo, al menos, este instante. El verso termina con una imagen brutal, cegadora: «la luz mayor de este mediodía». Porque nunca hay mayor luz que la del sol que ilumina este momento, nuestro presente, ese ahora que no volverá a repetirse jamás.

Hoy quería escribir sobre esta canción porque, para mí, es mucho más que una simple canción sobre cosas simples. Es como ese abrazo entre dos continentes que nos recuerda, a veces susurrando al oído y otras con un grito alentador, que no hay mejor momento ni mejor lugar para sentir, expresar y vivir que estos que nos envuelven.

Hay un verso, a lo largo de la canción, que se repite como un mantra y que me atrevo a matizar: «que el amor es simple, y las cosas simples las devora el tiempo». Yo diría que el tiempo nos devora a nosotros, pero somos nosotros los que vamos devorando esas cosas simples que nos acercan a la felicidad. A veces por miedo o ignorancia, por seguir la corriente de una sociedad enfermiza o por la inercia cómoda de lo que nos rodea, las vamos olvidando y acaban escapándose de entre los dedos. Tal vez sea esta canción, en este momento, por qué no, la mejor excusa para recordarlas.

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