La primera vez que presté atención a su nombre fue en una canción, aunque mucho antes Espronceda ya había situado sobre él a ese pirata loco, enamorado de su velero y las tormentas, que supo pintar en el viento la libertad. «Mar de Mármara, / mar que encierra tres veces el mar», decía la canción de Pedro Guerra, y yo no podía imaginar un mar más azul. Un mar que llevaba el mar entre sus letras, que sonaba a mar sin descanso, tenía que ser insondable, infinitamente sabio. Hoy he tenido la suerte de tenerlo bajo mis pies, delante de mis ojos, y ahora sé que no me equivocaba.
Siempre que me encuentro delante de un mar, en cualquier parte, y me voy perdiendo en él, no puedo evitar imaginarme lo que ese mar habrá visto, lo que estará contando en ese extraño idioma de atardeceres largos y lunas deshilándose despacio. Porque uno advierte que ese idioma sencillo, natural y directo, es a menudo el idioma que más nos cuesta descifrar, desgraciadamente, a los humanos. Delante del mar de Mármara lo he vuelto a sentir. Solo las gaviotas y cormoranes parecen comprender y acompañar esa calma tensa en la que está sumido hoy, impasible entre dos mundos. Después de siglos asistiendo a encuentros y desencuentros entre culturas, reflejando una y otra vez imperios que se levantan y caen con idéntica fuerza en su orilla, el mar de Mármara ya sabe que las personas utilizan la misma semilla para plantar sus sueños y sus miedos.
Si todo mar conserva las huellas de su memoria, esas cicatrices invisibles que le van imprimiendo un carácter único, el mar de Mármara ha ido acumulando los destellos de una personalidad arrolladora. Desde ese brazo de corrientes oscuras llamado Bósforo, uno intuye que por aquí cerca han nacido todas las historias que conforman nuestro universo real e imaginado: desde los latidos lejanos de una Troya que sigue iluminando con su fuego nuestro rumbo hasta la estela de Argos, el navío desde el que Jasón y los argonautas soñaron una vez con encontrar el vellocino de oro. Lo cierto es que desde aquí Turquía parece esa joya bizantina, arañada y manoseada por los dioses y los hombres, que retiene obstinada un jirón de belleza y esplendor que nadie podrá arrebatarle nunca.
El mar de Mármara es la historia viva de nuestro mundo: una batalla permanente entre pasado y futuro que salpica dolor y belleza, nostalgia y esperanza a partes iguales. Cada edificio, cada torre y cada jardín a una y otra orilla es una palabra luminosa en un relato que está sin terminar, aguardando un párrafo más con el que seguir contando nuestra historia, a veces tan gris, por momentos tan brillante.
Me despido de él con sentimientos encontrados. Sé que el odio sigue contaminando su horizonte y creando a cada paso nuevos muros invisibles, que los palacios y los templos nunca resuenan con la misma fuerza que las bombas, que los refugiados nunca verán los mismos paisajes, las mismas sonrisas, que me acompañan estos días. Sin embargo, este mar de mares también me recuerda que quedan puentes de agua, aquí y en otros lugares, que siguen y seguirán en pie a pesar de los rencores y las guerras, aguardando ese momento (si es que llega) en el que pasado y futuro, Oriente y Occidente, aprendan a dibujar juntos un presente más azul, más intenso y luminoso.