El problema de mimar a un niño es que no va a ser un niño siempre. Cuando ese niño mimado se convierte en adulto, el problema ya deja de ser exclusivo de los padres y pasa a convertirse en un problema para el resto de la sociedad, que tiene que sufrirlo en la calle, en el trabajo, en el teatro o en el metro. Es imposible llevar la cuenta del número de niños mimados, monstruosos, que se han convertido en esta generación en individuos que siguen viendo el mundo como les enseñaron de pequeño: un lugar en el que ellos ocupan y ocuparán siempre el centro; un espacio en el que actuar libremente, con total impunidad, porque sus papis o sus mamis (si estos ya no están, los sustituyen por Papá Estado) aliviarán su camino para que puedan elegir siempre las consecuencias positivas de sus actos y renunciar, con una desfachatez pasmosa, al resto de consecuencias con las que la vida trata de corregirnos.
No, la madurez no se alcanza a cierta edad, ni porque uno se case o procree. Ojalá. La naturaleza (que con los humanos no parece tan selectiva como con otros animales) permite que prácticamente cualquiera pueda ser padre o madre, y esos que fueron niños mimados se reproducen, llegada la edad adulta, con la misma facilidad que cualquier otra persona, sin filtros. Aquellos niños que tuvimos que sufrir en clase, en el colegio o en la calle cuando teníamos su misma edad, ahora son en su mayoría padres o madres de alguien que, si no ocurre un milagro, seguirá el camino trazado.
Cuando uno observa a las personas que ocupan cargos de responsabilidad institucional, en cualquier ámbito, concluye que el número de adultos consentidos crece de forma alarmante, y el aire se va contaminando con esa actitud de quienes se sienten merecedores de todo lo que implique disfrute, alegría y goce, mientras van delegando en los demás la responsabilidad de limpiar la mierda que van dejando. ¿Han escuchado, por ejemplo, la intervención de Rato? Uno analiza sus declaraciones ante los medios de comunicación o en el Congreso de los Diputados, por casos gravísimos de saqueo y corrupción (casos que, si atendiéramos a los suicidios que han provocado, no han dejado menos muertes que un atentado terrorista), y no puede dejar de ver en su semblante el mismo aire chulesco de esos niños que, sabiendo que tienen detrás un apoyo incondicional, pueden seguir abusando impunemente. Nada de arrepentimiento. Pataleta y lloriqueo. Ningún atisbo de autocrítica.
Desgraciadamente, no es necesario acudir a la política para sentir los estragos de esta plaga. Uno tropieza con ellos en las redes sociales, en la playa o en la carretera. Los adultos consentidos están por todas partes. Hay personas que deciden ir por su cuenta a realizar voluntariados en zonas de conflicto, turistas que contratan visitas guiadas para hacerse una foto exótica en El Bronx y aficionados a los deportes de riesgo que no están dispuestos a asumir los peligros de su pasión. Y claro, yo intento ser respetuoso con la receta que cada cual elige para disfrutar de la vida, pero no puedo evitar ser poco comprensivo con aquellos que, llegado el momento, no dudan en cargar sobre los demás la responsabilidad de sus decisiones, de su negligencia, de su capricho o insensatez, a veces con un trágico final: secuestros, asesinatos o extorsiones.
Y es que para algunas personas debe de ser fascinante ocupar un cargo de responsabilidad, tener en sus manos el poder, y jugar con nuestro dinero y nuestro futuro. Muchas otras disfrutan convirtiendo cada día en un riesgo mayor del que ya es, y deciden hacerse un selfie en una favela de Río de Janeiro o atravesar el desierto mauritano, a toda pastilla, con un Rolex en la muñeca. Y yo no tendría nada en contra de lo que hacen, si luego, cuando llegan las consecuencias, las asumieran con la misma intrepidez y naturalidad. Pero no, si acaba sucediendo lo que puede suceder en cualquiera de estas situaciones, los señoritos pretenden que sean los demás los que acudan a solventar el problema y que paguemos nosotros el rescate o la repatriación.
Siempre he pensado que la valentía tiene menos que ver con el cumplimiento de una acción (independientemente de lo peligrosa que esta sea) que con la capacidad de asumir las consecuencias de la misma, especialmente si estas son duras, nos hacen vivir una situación dolorosa o nos demuestran que el precio que hemos pagado por ciertas decisiones ha sido terriblemente caro. Será por eso, tal vez, que todavía no he conocido a un adulto consentido que me parezca valiente.