Desde ayer resuena en mi cabeza el himno de Andalucía, y yo, que siento especial atracción por las palabras, siempre he pensado que su letra encierra todo lo que amo y odio de mi tierra. Porque si es verdad, como dice el himno, que una vez fuimos hombres de luz, también es cierto que estamos cargados de sombras, y no siempre sabemos lo que queremos ser, ni lo que fuimos.
Uno no debería sentir orgullo ni vergüenza por algo tan fortuito como nacer en un lugar determinado. Sin embargo, a medida que va creciendo y va empapándose de las raíces y la historia de ese lugar, de su acento y de su forma de vivir, uno puede sentirse más o menos identificado con los valores y los símbolos de esa cultura. Yo siempre me he sentido andaluz. Siempre me encantó mi acento y me entusiasmé leyendo la historia de este pueblo, no siempre luminosa, como todas las historias, y siempre repleta de encuentros y desencuentros, de verdades a medias, matices y mentiras completas.
Como decía, hay algunos versos de ese himno que me encantan, que me llevan directamente, de la mano, por los paisajes de un paraíso en el que he tenido la suerte de ir sembrando recuerdos. Me gusta que toda la humanidad quepa en su estribillo. Y me encanta que su bandera esté salpicada de mares y salinas, que se repita el color de la esperanza en cada horizonte, y que en su escudo esté el hijo de Zeus, domando los instintos y recordándome que la mitología y la historia, una vez, caminaron de la mano, como hoy caminan juntos nuestros miedos y deseos.
Y me gusta, más allá de los símbolos, recordar a esos muchos andaluces que llenaron mis horas de palabras cercanas, aunque yo estuviera lejos, amontonando dunas en los lugares fríos y dejando que mis sueños siguieran acariciando orillas cada noche. No me canso de recordar a ese andaluz universal que quiso al verde en cada verso, aunque ese verde presagiara la muerte más cruel de una dictadura que se quedó ciega de tanto apagar estrellas; o aquel otro andaluz de Moguer, que definió como nadie mi acento en ese libro que destila amor a la naturaleza y a los animales, a la poesía sin rimas y a la belleza sin límites: «palabras de colores». Me basta escuchar dos versos del himno, «hombres de luz, que a los hombres, / alma de hombres les dimos», y aparecen le la nada las leyendas de Bécquer y el último verso de Antonio Machado, ese que encontraron en el bolsillo de su humilde abrigo, unos días después de su muerte, tras cruzar la frontera: «Estos días azules y este sol de la infancia»; y tropiezo con el pincel de Velázquez y Picasso, y me llega el murmullo de Carlos Cano despertando en el piano de Falla, y se me van mezclando la guitarra de Paco y la voz de Camarón, los pensamientos de María Zambrano y… Tanta luz, tanta, que todo parece nacer bajo este sol.
Sin embargo, no puedo olvidar nunca que Andalucía es también un pueblo que sigue sin levantarse, y por eso el himno lo recuerda a cada instante. A pesar de la corrupción sistemática, del paro terrorífico, del desmantelamiento de la sanidad y la educación públicas, seguimos dormidos. Y me duele ver al pueblo convertido en cortijo, con bufones agradeciendo las carcajadas de los señoritos, con un nivel de analfabetismo atroz y varias generaciones adictas al conformismo, a la mediocridad y a la sumisión, por puro miedo, por ignorancia. Un pueblo que sigue escondiendo sus miserias bajo los chistes, y que se traga las protestas en la barra del bar, sorbo a sorbo, hasta perder las fuerzas y el rumbo. Andalucía lucha poco, se forma poco, avanza poco. Y entiendo entonces, aunque me entristezca, que haya gente que reniegue de esta Andalucía o que sigan latentes algunos tópicos humillantes.
Entre los versos de ese himno, hay uno que me duele hasta hacerme rabiar: «bajo el sol de nuestra tierra». Tal vez sea porque la mayor parte de mis hermanos, todos andaluces, al igual que algunos de mis primos y amigos, no pueden pasar mucho tiempo bajo este sol. Los años pasan, con sus días y sus noches, y se van acumulando más despedidas que reencuentros. Demasiados andaluces tienen que alejarse de este sol para poder trabajar, para formarse o crecer, para vivir con dignidad. Y, aunque algunos siguen salpicando de verde el sueño de un regreso, cada vez es más difícil. Para mí, desde que ellos se fueron, este sol no brilla igual, y ya no puedo imaginar mayor motivo por el que merezca la pena levantarse de una vez, como dice el himno, para pedir la tierra y la esperanza que un día les robaron.