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Lun. Nov 25th, 2024

Gabriel UrbinaNo sé a ustedes, pero a mí me invade la sensación, desde hace algún tiempo, de que el espacio geográfico y virtual en el que nos movemos se está reduciendo, peligrosamente, al círculo opresivo de una plaza abarrotada de gente. Y no se trata ahora de la preocupación por un caso aislado (por mucho que a uno le molesten los decibelios, entiende que a veces el clamor popular es necesario para el cambio). Me refiero a la siniestra normalización de que sea la plaza pública, bajo una soga siempre oscilante, la que determine con su griterío quién será el próximo en subir a la tarima.

No existe una causa única para explicar esta tendencia creciente al linchamiento, pero si yo tuviera que elegir la más determinante, sin duda, apuntaría a la desaparición de referentes. Este es un país en el que la opinión de un especialista merece menos tiempo en los medios de desinformación de masas que la de cualquier paleto gritón (si este da golpes en la mesa o realiza aspavientos delante de la cámara, mientras ladra, se asegura además un contrato como héroe nacional). Y esto se debe a que en este mismo país, desde hace mucho, la rentabilidad de un mensaje es mucho más importante que el mensaje mismo.

Las imágenes esperpénticas se suceden, con jueces, letrados, psicólogos y científicos compartiendo platós (aunque con menos tiempo) con verduleros y tronistas disfrazados. ¿Percepción elitista? Tal vez, pero yo no me atrevería jamás a discutir con un frutero sobre una fruta, porque respeto el tiempo que ha pasado trabajando, conociéndolas, y reconozco mi ignorancia. Entonces, ¿por qué a cualquier botarate se le concede voz y protagonismo, en este país, para hablar sobre una lengua, sobre educación, sobre una ley o sobre una sentencia judicial? La respuesta parece simple: ese fantoche, y no el especialista, es el que puede simplificar una realidad compleja, polarizar un tema y congregar, apelando siempre a los sentimientos y emociones elementales, a una muchedumbre dispuesta a salvar el mundo con un nuevo linchamiento público. Y ya se sabe que los linchamientos, además de desviar la atención y provocar la catarsis del pueblo, venden, y mucho.

Lo cierto es que nunca me fié de las manadas y siempre odié los linchamientos. Si alguna vez he sentido vergüenza de mí mismo, ha sido al notar que, de forma consciente o inconsciente, formaba parte de un grupo que estaba abusando de su superioridad. No he encontrado nunca una actitud más despreciable y cobarde que atacar o humillar, en grupo, a cualquier individuo (sea o no merecedor de un castigo). He sentido esa reprobación desde pequeño y me alegra seguir sintiéndola, en mi interior, ahora que sumo bastantes años.

Y no, no estoy pidiendo el perdón o negando el castigo de quien lo merezca. Yo nunca he sido una monja de la caridad, ni me acostumbré jamás a poner la otra mejilla. Pero siempre he preferido el enfrentamiento individual y directo, cara a cara, aunque se parta en desventaja, al agrupamiento deliberado y mecánico. Independientemente de lo despreciable que me parezca un individuo, de la repulsa que me provoque su comportamiento o su actitud, no voy a confundir nunca la justicia con el linchamiento público.

Imagino que poco se puede hacer contra esta tendencia al alza. Seguiremos llenando los muros virtuales de carteles con el rótulo de «Se busca», y lo haremos no sólo con retratos de delincuentes, sino con los de sus familiares, abogados y jueces. Seguiremos firmando en change.org para que inhabiliten a dos magistrados y una magistrada por sentenciar de forma diferente a como nos hubiera gustado a la mayoría (cada uno de nosotros, por supuesto, con una idea distinta de lo que sería una sentencia justa). Y tal vez, con la complicidad cobarde de muchos políticos, nos atrevamos a dar un paso más, ¿por qué no?, y abrir nuevos caminos. Yo dejo en el aire una idea: si ya no creemos ni respetamos la labor de los abogados, ni la independencia, profesionalidad y formación de los jueces, ¿por qué no volvemos a contratar verdugos? Así, además, se reduciría el desempleo (para manejar el garrote vil, hace unos años, no se necesitaba formación: bastaba con aguardar, calladito, la orden, girar con fuerza el tornillo y alargar la mano a final de mes). La plaza pública sigue ahí, cada vez más llena.

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