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Vie. Nov 22nd, 2024

La fragilidad de los hombres grises

Gabriel UrbinaSiento comenzar de un modo tan contundente pero la estabilidad, más allá de la estabilidad emocional –precisamente esa que nuestra sociedad parecece ignorar por completo– no existe. Es un concepto vacuo, etéreo, y tan subjetivo que se convierte fácilmente en moneda de cambio para aquellos que están acostumbrados a especular con nuestras vidas, con nuestro tiempo.

Como ocurre con el éxito y con otros muchos conceptos vacíos, la estabilidad se puede rellenar con lo que cada uno quiera: un salario, una pareja, un piso o un coche. Esto lo convierte en un concepto rentable y ya se sabe que la rentabilidad es la que manda en esta parte del mundo. Así, como por arte de magia, algo intangible como la estabilidad se transforma en la carrera que debemos estudiar, el coche que deberíamos comprar o el salario al que tenemos que aspirar. Pero la realidad es que la estabilidad sólo existe dentro de nosotros. Por eso, si me dieran a elegir entre ser una persona sin problemas o una con la certeza de poder superarlos, prefiero lo segundo. A menudo he visto cómo se derrumbaban a mi alrededor personas sin problemas aparentes porque no soportaban la idea de padecerlos algún día.

No puedo evitar tener siempre en mente aquella formidable metáfora de los hombres grises que Michael Ende dibujó para la posteridad en su extraordinaria obra Momo –el primer libro que mi padre, para despertar mi curiosidad, dejó sobre mi almohada–. Los hombres grises vivían especulando con otro concepto volátil: el tiempo. Hacían que todos los ciudadanos depositaran sus horas, minutos y segundos en el Banco del Tiempo con la promesa de que algún día, siempre por llegar, podrían dedicar ese tiempo ahorrado a las actividades que más les llenaran. Es decir, ofrecían trabajo sin descanso, estrés y soledad, a cambio de una estabilidad futura que nunca llegaba. ¿Les suena de algo?

Es terrible pensar ahora, de adulto, que no solo no hemos conseguido librarnos de los hombres grises, sino que están por todas partes. Miro a mi alrededor, presto atención, y los escucho repitiendo esa hipnótica idea de que la estabilidad laboral, la familiar, la económica, son las únicas metas y que para alcanzarlas hay que renunciar a la pintura, a la música, a jugar, a divertirnos… En definitiva, que para alcanzar el futuro debemos renunciar al presente. Los padres lo recuerdan a sus hijos, los jefes a sus empleados y los profesores lo repiten a sus alumnos. Hay que posponer aquello que nos hace sentir vivos para cuando alcancemos un poco más de estabilidad, solo un poco más.

Recuerdo que Momo, la protagonista del libro, era la única que parecía comprender que si cuidaba su estabilidad emocional, la estabilidad de su mirada y su sonrisa, tenía poco que temer a los hombres grises. Momo era una niña callada, observadora y paciente. No vivía para acumular cosas y dejaba que el tiempo le regalara momentos. Los hombres grises, que no encontraban la forma de atraerla, acababan mostrándose ante ella como realmente eran: vulnerables y temerosos, vacuos y leves como el humo gris por el que siempre estaban envueltos.

No tengo dudas de que, si hoy tuviera la oportunidad de dejar un libro sobre la almohada de un niño, ese sería Momo. Nos hacen falta muchas Momos caminando tranquilamente por las calles y los parques, ahuyentando con su sonrisa a los hombres grises. De lo que ya no estoy tan seguro es de si ahora, observándome de adulto, sería capaz de sostenerle la mirada a esa niña que supo desenmascarar a los hombres grises, señalando sus contradicciones y su fragilidad, que son, al fin y al cabo, las mías, las nuestras.

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