Los hermanos Amador cantaban «Pasa la vida» en su Blues de la frontera, un disco donde guardaron, casi sin querer, un manual para vivirla. Y es que, aunque no terminemos de acostumbrarnos a la corriente de ese río que siempre busca el mar, la vida no se detiene. Apenas acabo de decirle adiós al maestro Manuel Alcántara, y ya me ha tocado despedirme de Juan Carlos Aragón, eterno Capitán Veneno de nuestros Carnavales. El primero, columnista y poeta al que me encontré repitiendo segundo de jazmines, me dejó para siempre unas biznagas sobre la mar chica del puerto de su Málaga; el segundo, que eligió para despedirse una de esas noches de mayo que pintó con sus parias, ya me había regalado algunas coplas para que febrero no dure nunca menos de lo que dura una vida.
Y la vida seguirá pasando, entre despedidas, hasta que sea uno mismo el que tenga que marcharse. No me gusta hablar de injusticia en estos casos, a pesar de que hay pérdidas que dejan un vacío imborrable. No me gusta hablar en términos de justicia porque siempre he pensado que la vida tiene su propio idioma, aunque a nosotros, tan efímeros y triviales, nos cueste traducirlo. Cuando uno escucha tan cercanas las tijeras de las Parcas, no puede dejar de preguntarse por el sentido de este instante que queda entre el nacimiento y el adiós, y por qué nos costará tanto mirar a la vida de frente durante ese breve espacio de tiempo. Por qué interponemos tantas pequeñeces, en la inercia cotidiana, entre nuestra mirada y lo que de verdad importa.
Quisiera seguir a esos referentes que acaban de partir y dictarme, hasta aprenderlos de memoria, los consejos en forma de versos que Manuel Alcántara dejara para que no desviemos la mirada de la vida, aunque la muerte, celosa, te obligue a mirarla también a ella:
No pensar nunca en la muerte
y dejar irse las tardes
mirando cómo atardece.
Ver toda la mar enfrente
y no estar triste por nada
mientras el sol se arrepiente.
Y morirme de repente
el día menos pensado.
Ese en el que pienso siempre.
O aprender a conjugar, siguiendo la voz de esos millonarios de Juan Carlos, los tiempos del verbo volver, para escribirlos de una vez en algún lugar donde nadie pueda borrarlos, en la espuma del mar o en la cara oculta de la luna:
Y si a orillas del futuro
por volverte a ver la misma
adolescente sonrisa
vuelve mi canción al Falla,
también volverán a vernos
y a desenclavar espinas
las oscuras golondrinas
y la eterna madrugada.
Y si al tiempo ya cansado
de un pasado interminable
abre el fondo de la calle
y vuelve el pueblo a mi gobierno
y estamos juntos para verlo
habremos vuelto en el plural que te anunciaba.
Codo a codo, cara a cara,
pie con pie, mano con mano,
y el dolor abandonado
hasta el umbral de la muerte.
El brillo dura en la piel,
el corazón en la boca
y el amor disloca la sangre del vientre;
si tú recitas conmigo,
los tiempos continuos del verbo «volver»
serán para siempre.
La vida no espera ni avisa. Ni siquiera para que te despidas. Tal vez porque la vida es un saludo constante y una despedida interminable. Cada día nos despedimos de algo o de alguien, y, como decía Borges, aunque no seamos conscientes, cada día dejamos en un estante algún libro que no volveremos a abrir jamás, o recorremos por última vez, indiferentes, alguna calle.
Pasa la vida, sí, y con ella, la gloria y la soberbia. Sin embargo, no pasa el talento, ni la música, ni la poesía. Pasa el silencio, pero se quedan para siempre las risas compartidas, la creatividad y la palabra. Cada vez que escucho la canción de estos hermanos geniales, me repito como un mantra ese verso maldito: «Pasa la vida y no has notado que has vivido». Tal vez sea la mayor lección que me dejan con su adiós aquellos que se marchan saboreando cada instante, escribiéndolo y cantándolo. Compartiéndolo. Por Manuel y por Juan Carlos, por los que se van haciendo notar que han vivido y por lo que siempre quedará de ellos, hoy brindo por la vida que pasa.